martes, 29 de marzo de 2011

más que mirarse (VI)

-Mola la música que pones…

Acababa de darle un descanso al acústico de Ben Harper y darle voz a Amy Winehouse Bueno, eso de darle voz era pura metáfora, porque Amy era La Voz en sí misma. Aún no se había recuperado de la sorpresa y le miraba con extrañeza, intentando dilucidar sí realmente había oído lo que había oído, cuándo el Vicentín volvió a hablar, esta vez mirándola directamente a los ojos y sonriendo:
-Siempre les digo a mis colegas que hay que ver a Amy en concierto antes de que se mate…
Sí, no había duda, se estaba dirigiendo a ella y pronunciando algo distinto del habitual me cobras por favor hasta luego gracias.
Intentó recomponerse del asombro y decir algo ocurrente, o, al menos, inteligible, pero se quedó paralizada y sólo acertó a esbozar un tímido gracias, sí, debe ser una gozada verla en directo, son cinco cincuenta.
-Gracias a ti… -dijo sin dejar de sonreírle, y se dio la vuelta para alejarse por el pasillo hacia la puerta .Esther aún continuaba mirándole como a un marciano cuando él volvió, justo antes de salir y la miró una vez más, esta última fue una mirada seria y un poco extraña.

Lo cierto es que el episodio estuvo en su cabeza toda la tarde. Para empezar, era extraño que el Vicentín apareciera por la librería por las tardes, como venía haciendo desde hacía un par de semanas. La cosa había empezado el viernes anterior, cuándo le vio entrar por la puerta a eso de las siete y tardó un minuto en asociar a ese hombre atractivo de pantalón moderno, deportivas de piel negras, americana y foulard , con el formal empleado de juzgados que compraba el periódico cada mañana, elegía con prisa, pagaba con prisa y se iba con prisa. Este nuevo Vicentín se paraba en la mesa de exposición mucho rato, hojeaba los libros con esmero, dudaba, cogía el móvil cuando le llamaban y sostenía largas conversaciones , jalonadas de risas, claro tío, quedamos en la Barrera y nos tomamos algo… no el Sábado por la mañana no puedo que tengo un embargo… sí, Natalie Portman se sale, está preciosa ...vale… pero vuelvo al cine a verla contigo que me flipó, es de esas pelis que hay que ver en el cine…

Esther fingía colocar mercancía y mantenía una discreción educada, pero escuchaba las conversaciones llena de curiosidad. Para empezar, en la imagen que se había formado del Vicentín, no cuadraba esa indumentaria informal, la camiseta de los Beatles con la portada de Abbey Road serigrafiada. Tampoco le cuadraba que el Vicentín se tomara cañas o fuera a ver El Cisne Negro con sus amigos. En realidad, ni siquiera le cuadraba que el Vicentín tuviera amigos. Ni que sonriese.
Pero sonreía. Es más, le sonreía a ella. ¿Qué mosca le habría picado? Y bueno, luego estaba el hecho de que este nuevo Vicentín le convenía a su caja. El primer día del desconcierto se había llevado la biografía de Keith Richards, buena elección y buen precio para el vendedor. El lunes había vuelto a eso de las seis, esta vez con vaqueros y chulísima camiseta de Donde viven los monstruos y había elegido Vivir para contarla, la biografía de García Márquez. Un tocho nada desdeñable, pensó Esther. Y además es imposible que le haya dado tiempo de leerse a Keith Richards en dos días. O a lo mejor está de vacaciones y por eso tiene tanto tiempo…pero el martes le vio pasar por la mañana con el atuendo de funcionario y mirar sin disimulo al interior de la librería. O sea…que de vacaciones no está…Y hoy había pasado esto…
Esa noche  había quedado con Ana y Alberto para cenar en su casa, y aunque ella le había preguntado qué tal la semana y si había habido alguna novedad, ni siquiera se le ocurrió contarle lo del Vicentín. No obstante, al llegar a casa de madrugada había vuelto a pensar en el asunto pormenorizadamente. Bueno, está claro que el tío es melómano, o por lo menos de música entiende algo… siempre lleva los cascos puestos…le gustan los Rolling…los Beatles…se viste bien… tiene estilo…me encantan los tíos que saben llevar un foulard sin parecer decimonónicos…tiene los ojos verdes…nunca me había fijado… qué curioso…y desde luego sabe como utilizarlos…me estaba diciendo mola la música que pones mirándome de tal forma que podía haber dicho qué buena estás…es la primera vez que me ha hablado…tiene una voz preciosa, la verdad, dulce pero con un tono grave súper… masculino?…bah Esther…no desbarres colega que se te está yendo la olla…
Al día siguiente al despertar ya no se acordaba y se duchó y vistió a toda prisa, como cada día. Como era sábado, los clientes de primera hora se demoraban hasta las diez u once. O no pasaban. Como el Vicentín. El Vicentín los sábados nunca venía.

Estaba concentrada en la portada del Mundo y ni siquiera le había visto entrar
-Libia eh? Otra guerra por petróleo sólo que esta con el beneplácito general…y con resolución de la ONU para que no se note el despropósito…
A Esther el sobresalto se le notó, se le notó mucho. En un segundo pensó no esto ya no es casual…esto es raro raro…pero se recompuso enseguida…éste quiere jugar, vale, pues jugamos
-Sí, yo pienso lo mismo, sólo que cuándo Irak, yo  tenía veintitantos y más energías y menos trabajo para chuparme todas las manifestaciones, ahora ya me conmueve menos- Se sorprendió de la seguridad con que le había mirado de frente, sonreído y soltado toda esa parrafada.
El Vicentín sonrió a su vez, parecía encantado con el juego y con el hecho de que ella, por fin, le hablase con simpatía. Acabaron hablando de todo, de Libia, de Irak, del paro, de Rubalcaba…Le contó que se llamaba Rafa y que trabajaba de gestor en la Audiencia, que tenía treinta y seis y que vivía sólo en un piso de la calle Vizcaya, que estaba divorciado y tenía una hija de cuatro años. A la media hora, Esther se sintió tan a gusto con él, con la conversación, con la breve intimidad que habían logrado crear, que le soltó:
-Iba a prepararme un café, te apetece?
Por supuesto el Vicentín aceptó y siguieron hablando y hablando, hasta que se dieron cuenta, sorprendidos, de que casi era la hora de comer, y él dijo que se tenía que ir a buscar a su hija. Por supuesto, ni siquiera se molestó en mantener la ficción de cliente, se marchó sin comprar nada. Cuando Esther cayó en la cuenta del detalle, más  que sonreír, rió abiertamente, tanto, que llamó la atención de una chica, la última clienta de la mañana, que hojeaba las revistas, y que la miró entre sorprendida y divertida.

Decidió dar un paseo por Riazor antes de irse a casa, le hacía falta sentir el mar y el sol en la cara. Durante el paseo, iba pensando que era bueno esto, aunque finalmente no fuese nada. Pensó que hacía mucho tiempo que no mantenía una conversación tan amena e inteligente con nadie, mucho menos del sexo opuesto, y pensó que ya no se acordaba de lo maravilloso que era sentir esa afinidad con alguien, disfrutar sólo del mero hecho de hablar y hablar, con verdadero interés por lo que el otro decía, sintiendo en el otro verdadero interés por lo que uno decía. Lo raro en los últimos años ya era no encontrarse con freaks, así que solo el hecho de encontrarse a una persona no sólo normal, sino descubrir que le unían a ella multitud de afinidades e intereses comunes, era un milagro. Ya en el ascensor, recordó que el Vicentín le había contado que había ido a su mismo instituto y se sorprendió a sí misma pensando cómo es posible que no nos encontráramos…

Por supuesto, el Vicentín volvió. Y por supuesto, ella le esperaba. No se dijo a si misma en ningún momento que así fuera, pero se sorprendió cada mañana poniéndose rimel y delineador ante el espejo. Cambiando los levis desgastados por pantalones más ajustados, y los all star por discretos tacones de piel camel. Claro está, al Vicentín no le pasaron desapercibidos estos pequeños gestos y se lo  hacía saber con miradas elocuentes y francas. Era el eterno juego de la seducción, la exhibición de las plumas entre dos pavos reales. La vida en estado puro. Porque así se empezó a sentir Esther. Viva. Viva otra vez. Y era grandioso.

Tardó semanas en contárselo a Ana
-Creo que al Vicentín le gusto…
-¿Y eso..?-inquirió su amiga, divertida
-Bueno...pues… por ejemplo…esta tarde estaba el tío mirando los libros de la mesa de exposición …y yo estaba agachada colocado mercancía en las estanterías…y cuándo me di la vuelta le sorprendí mirándome el culo con descaro...y lejos de hacerse el loco, me taladró con la mirada y me sonrió…
-Joder Esther, creooo??... tú que llevas sólo tres años sin follar o enganchada además a Clan TV?? 

sábado, 19 de marzo de 2011

más que mirarse (V)

-Deja fluir tu sinfonía, hija…ese es el secreto de un buen maestro…todo lo que necesitas lo llevas dentro de ti… en el aula  sólo tienes que relajarte y dejar que suene tu propia sinfonía…aún así, sólo lograrás captar la atención de unos pocos…pero cuándo logres la comunión con unos cuántos pares de ojos, el placer que sentirás será incomparable a ningún otro y sentirás el orgullo de ejercer la profesión más hermosa del mundo, porque les estarás dando a esos chicos el arma más certera y valiosa para enfrentarse al mundo, la educación, la educación lo es todo… es lo que hace la diferencia entre una persona o nada….
Todo esto me decía Charo cuándo yo le expresaba mis temores e inseguridades ante el hecho de dar clase.
-Tú cuándo dejaste de oír tu sinfonía Charo?
-Nunca, hija, la sentí hasta el mismo día en que me jubilé…

También me decía que si un día dejaba de oírla y sentirla, mejor sería que me dedicase a vender lechugas en el mercado, porque sino estaría cometiendo un acto de injusticia imperdonable para con mis alumnos, y que lo más honesto que podía hacer era dejar el puesto a otro que capaz de transmitir su sinfonía , de asumir la importancia capital de la misión que desempeñaba.
Así que, cuando todo se desenlazó, tuve la certeza de que me correspondía hacer un ejercicio de honestidad supremo, reconocer que yo ya no sentía dentro de mí sinfonía alguna, que por lo tanto, me tocaba abandonar y dejar el escenario a otro concertista más entregado a la causa. Y así lo hice. Sólo que, en vez de vender lechugas, se me dio por vender libros, tal vez para sentir que, de alguna manera , no tiraba la toalla del todo.

No me sorprendió encontrar el tanatorio a rebosar, Charo era muy querida y tenía infinidad de amigos. La gente se apiñaba en los laterales de una sala pequeñísima, unos cuantos se sentaban en varias filas de sillas dispuestas en el centro. Sentado en un taburete alto, un chico jovencísimo, todo rizos y lágrimas, se desgañitaba cantando Me va la vida en ello, con una voz asombrosamente parecida a la de Silvio. Alguien había reservado una silla para mí, hasta la que Ana me llevó del brazo como si fuera una niña.
Antes de entrar , me había llevado al baño , y , sin dejar de llorar, me había hecho sentarme, había sacado su neceser del bolso y  se había puesto a cepillarme el pelo, a abotonarme el abrigo hasta arriba, a meterme el pantalón por dentro de las botas…
-Dios-decía- …dios mío Esther….debí irme a dormir a tu casa…si ni te has vestido nena…si te has puesto el abrigo por encima del pijama…
La verdad es que de ese día no tengo recuerdos claros, sólo que todo parecía estar invadido de la textura y el contexto irreal  ,esponjoso, de los sueños. Sí recuerdo que me preocupaba el hecho de no era capaz de llorar, como hacían todos, como hacía mi amiga, que mientras se afanaba hacendosa y enérgica en cepillarme el pelo, dejaba correr por su rostro docenas de lágrimas silenciosas.
Yo me sentía como si fuera colocada hasta las cejas y lo único que me importaba era Miguel. Buscaba y buscaba a Miguel entre las caras de la gente. Se me acercaba gente sin parar, muchos me besaban, otros me pasaban la mano por la cabeza o me daban suaves palmaditas en el hombro. Pero ninguno era Miguel. La sala se fue vaciando poco a poco. Y por fin apareció. Se arrodilló frente a mi y me miró reconcentradamente a los ojos durante unos instantes que a mi me supieron a gloria…por fin...por está aquí…me llevará a casa y me abrazará toda la noche…como siempre…Pero Miguel solo me miró mucho rato y después me besó en la frente…y se fue.
Ana me llevó afuera y me dijo- espera aquí un minuto que voy por el coche, sí?....y yo, no gracias Ana, déjalo, que seguro que Miguel ha ido a por el suyo y me recogerá ahora mismito…y Ana llorando como una tonta sin dejar de mirarme como se miraría a un loco, a un alucinado…no Esther, no Esther…que sí Ana, vete ya no seas pesada, que ahora vendrá Miguel a por mi…y siguiendo con la vista a Miguel que se subía al coche, arrancaba…y finalmente , de golpe, el fin del colocón… el coche de Miguel alejándose en dirección contraria, Ana sacudiéndome los hombros y obligándome a mirarla…no te hagas esto por favor Esther no te lo hagas…

Dice Benedetti que no olvida el que finge olvido, sino el que puede olvidar.

Yo me pasé meses y meses fingiendo. Fingiendo olvido, fingiendo haber muerto con ellos, fingiendo no sentir dolor, fingiendo no sentir ausencia, fingiendo no sentir miedo…fingí y fingí y fingí…Fingí tanto que finalmente la apariencia se materializó, el artificio de mi propia insensibilidad cobró vida y llegó el día en el que realmente ya no sentía nada, aunque me esforzase. Cualquier pasión, cualquier destello de entusiasmo se me presentaba como esas zanjas en obras de las calles, rodeadas de multitud de señales de peligro...peligro…precaución…cuidado…si no sientes amor, apego, entusiasmo por nada, nada podrá decepcionarte, no tendrás que sucumbir al dolor de la pérdida. Y, sin ser consciente de ello, sucumbí a mi propia falacia. Porque negarse sentir , negar el dolor, es también negar el placer, es negar la propia vida y todo lo que en ella vale la pena. No hay ninguna vida que merezca ser vivida así.
Borré todo rastro de Miguel, fotos, libros, canciones…me arranqué del cuello después de diez años, el colgante que me había traído de Tailandia y que, a falta de bodas y alianzas, simbolizaba nuestro compromiso. Más que curar la herida, negué a mi misma y al mundo que la herida existiese. En el fondo de un armario, guardé el pequeño cofre de acero y estaño que me habían entregado en el tanatorio tras la incineración, con una sucinta inscripción: Rosario Alonso de la Calleja 1941-2008 ,no me podía permitir ir al Cementerio de las Palabras y arrojarlas al mar, porque este acto, demasiado relevante, demasiado emotivo en sí mismo, me habría obligado a sentir, y yo había decidido no hacerlo, no hacerlo nunca más…cómo si eso fuera posible…

DONDE HABITE EL OLVIDO 

Donde habite el olvido, 
En los vastos jardines sin aurora; 
Donde yo sólo sea 
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas 
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios. 

Donde mi nombre deje 
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos, 
Donde el deseo no exista. 

En esa gran región donde el amor, ángel terrible, 
No esconda como acero 
En mi pecho su ala, 
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento. 

Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya, 
Sometiendo a otra vida su vida, 
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente. 

Donde penas y dichas no sean más que nombres, 
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo; 
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo, 
Disuelto en niebla, ausencia, 
Ausencia leve como carne de niño. 

Allá, allá lejos; 
Donde habite el olvido.


Luis Cernuda

martes, 1 de marzo de 2011

más que mirarse (III)

La ausencia del Deseo la mortificaba constantemente. Era un pensamiento acuciante y obsesivo, y, cuanto más pábulo le daba a ese pensamiento, el Deseo parecía alejarse más  y más. Estaba dilapidando el legado más valioso de Charo, porque sentía miedo de  no volver a sentirlo y culpa por no seguir el mandamiento que ella le había dejado, disfrutar del cuerpo y de la belleza mientras la juventud durase. Su cuerpo parecía muerto, no respondía a estímulo alguno, no comprendía que le sucediese eso a ella, que  nunca había padecido ningún prejuicio y se había masturbado alegremente desde que era preadolescente. Nada. Era un yermo, vacío y marchito. No tenía que ver con la autoestima, de eso estaba casi segura. Se miraba al espejo desnuda y se seguía viendo bella, deseable. Pero todas sus fantasías sexuales, sus lugares comunes en  aquello del auto placer, aquellos que había ido fabulando y creando en su mente a lo largo de años y que reunían los escenarios más variopintos, coches, playas, servicios de restaurantes, probadores, ya no le servían. Empezaba a tocarse con desgana y abandonaba a los pocos minutos. Era inútil. No sentía. Simplemente  no sentía.
Cuándo Ana le contó que había visto a Miguel de la mano de una chica muy mona por el paseo marítimo, ni siquiera sintió celos, deseos de revancha .Nada, no sintió nada. Ana daba muestras de estar más preocupada que ella misma por el tema, y a menudo, cuándo terminaban de comer o cenar y disfrutaban del cigarro y el café de la sobremesa, ella arqueaba las cejas y con mirada reconcentrada le decía “ Bueno… y tú de lo tuyo…qué, cómo vas?”, y ella negaba con la cabeza… , bueno, pues nada, ya llegará nena, decía.
Todo esto se había reflejado en su aspecto y en su cuenta corriente, porque ir de compras, algo que hacía casi semanalmente antes, había dejado de ser un placer. Tenía una nutrida colección de pantalones levis, camisetas de algodón y dos pares de All Star, unos grises, otros azules. Las bragas, todas de algodón, cómodas y caseras. Ya no había en sus cajones culottes con encaje negro, sujetadores seductores, minifaldas, escotes. Nada de eso le interesaba ya. Seguía estando casi permanentemente a dieta, eso sí, porque tenía la mala suerte de pagar con creces cualquier exceso que se permitía.  Envidiaba a Ana, que era pequeña, con un precioso cuerpo esbelto y  proporcionado, y comía como una lima sin que jamás le saliese ni un michelín. Además era rubia y de ojos verdes, y ella sí seguía llevando tacones y pitillos ajustados, por lo que ir a su lado por la calle era una fiesta, no paraban de decirle barbaridades. A ella antes también, aunque su físico era totalmente opuesto al de su amiga, Esther siempre había sido lo que se llama la típica jamona nacional, alta, con un culo generoso  y pechos llenos, aunque firmes y redondos. Charo siempre le decía que se parecía mucho a su madre, y por lo que había podido comprobar en las miles de incursiones que había hecho en los álbumes de fotos de sus padres, era cierto- Carolina, tu madre, tenía el mismo pelo que tú, hija, oscuro y brillante como el carbón, sólo que nunca lo llevó largo, como tú,  y yo le decía que era una pena..y también sonreía con los ojos, igualito que tu mi niña…si es que te veo y me parece tenerla delante otra vez….- y como sentía las lágrimas, calientes y traicioneras, acercase, se levantaba del sofá, se ponía a fregar y cambiaba de tema.
A Miguel le fascinaba su melena, generosa y capeada, y se pasaba ratos larguísimos acariciándole el pelo y le susurraba- nunca te cortes el pelo Esther, por favor, nunca lo hagas- y su piel, también le encantaba, las primeras veces que estuvieron juntos la acariciaba casi con devoción y le decía que ella era lo más suave que había tocado en su vida y que, además, sabía a chocolate. El color de piel, como si viviese en un clima tropical, era lo que más agradecía Esther, porque no tenía que ir al solárium antes de inaugurar la temporada de playa y podía usar faldas o  pantalones cortos desde Abril.
Ahora le daba un poco igual, la verdad, porque regentar una librería no le permitía ir a la playa ni disfrutar de demasiado tiempo libre, y, como además no se podía permitir contratar a nadie y la prensa salía todos los días, su negocio era prácticamente su casa.
Cuándo vio el local, no se lo pensó dos veces. Debía muchos aciertos a sus actos más impulsivos, en cientos de ocasiones a lo largo de su vida habían resultado ser también los más fructíferos, así que confiaba plenamente en su intuición y en su instinto. Miles de veces había diseñado en su mente cómo sería su librería, así que el día que, paseando por la avenida de los Mallos vio el cartel “se vende o alquila”, simplemente llamó, regateó con destreza las condiciones y una semana después, firmó el contrato de arrendamiento. Era un local espacioso, más largo que ancho. Lo mandó pintar de rojo, blanco y gris perla e hizo colocar en el suelo una flamante tarima de roble. En los laterales dispuso enormes expositores acondicionados para cada cosa: revistas, prensa, los maravillosos artículos de papelería, que siempre le habían encantado- bolígrafos de todo tipo y color, lápices, folios, cartulinas, papeles de cartas, diarios- y en el centro, una larguísima mesa, con una  aún más larga alfombra persa debajo, heredada del piso de Charo, y encima todos los libros de exposición, las novedades, vaya. Colocó a los lados y en el centro de la mesa diversos puntos de luz, unas lamparitas de sobremesa de Ikea monísimas que Ana le ayudó a escoger. Al  fondo estaba el mostrador, y detrás de éste, un pequeño espacio íntimo, la cafetera senseo roja y el equipo de música, que sonaba todo el día. Era su hogar.
A veces pensaba si era toda la energía invertida en su negocio la que había espantado el Deseo. A su amiga le resultaba incomprensible, porque ella no decía que no podía vivir sin sexo y, aunque hacía ya cinco años que convivía con Alberto, seguían enrollándose en el sofá, en el suelo de la cocina, con la misma pasión del principio. –Pero a ver- le decía- tu cuando ves un buenorro por la calle no montas películas, por ejemplo?- No, la verdad es que ni siquiera miraba. Además, a Esther nunca la había enamorado el físico, lo que la volvía loca era la inteligencia, la labia, la seguridad en sí mismo de un hombre, lo que su mirada dejaba traslucir. Ya podía un tío tener un físico imponente que, si tenía una mirada bovina, por ejemplo, ella perdía todo el interés. Así que su vida se reducía a levantarse cada mañana a las siete, ducharse, calzarse los vaqueros y correr a abrir la librería, a escasos doscientos metros del apartamento que había alquilado. De camino se compraba un cruasán y nada más llegar al curro encendía la cafetera y desayunaba leyendo la prensa en el portátil y escuchando música. A esa hora, tan temprano, los clientes entraban con cuentagotas, algún periódico, alguna revista…y siempre eran los mismos, Pedro el de la cafetería de al lado, la señora Concha, que venía de dejar a sus nietos en el colegio, el Vicentín …
El Vicentín era el primero siempre, se llevaba el País y algunas mañanas, la revista Rolling Stone. Iba vestido muy formalito y era sumamente serio, Esther aún no había decidido si era tímido o simplemente borde. Ana solía pasarse al  mediodía para comer juntas
-Qué nena, que tal las ventas hoy
-Buff, no muy bien…mira hoy me ha salvado la caja el Vicentín, que se ha llevado una biografía  de Leonardo Da Vinci que cuesta una pasta.
-Vicentín? Se llama así el pobre?
-Noo, boba, es el apodo que le he puesto
-Y eso por qué?
-Joder Ana, por la pinta, no sabes que es un vicentín? …….un tío pulcro, correcto….el primero de la clase..el yerno ideal…….un asco, vamos.
-Ah, eso es un vicentín…no lo sabía
-Pues ahora ya lo sabes, que, nos vamos a comer ¿? Tengo un hambre canina.

más que mirarse (IV)

Aunque el tiempo, que es milagroso, ha ido desdibujando los márgenes de aquellos días aciagos, eliminando sólo, tal vez, los detalles más dolorosos, los más sórdidos, hay, sin embargo, retales, momentos, que se han grabado a fuego en mi mente. Me despertó la voz rota de Luz Casal en la radio ….si es la historia de un amor …el tintineo de las tazas del desayuno  que Charo trajinaba en la cocina…como no hay otro igual…el olor del café siempre acogedor y optimista….que me hizo comprender todo el bien todo el mal….la voz de mi benefactora que seguía con ahínco la melodía…que le dio luz a mi vidaaaaa apagándola despuéeees…..
Me di cuenta que yo, como le había debido ocurrir a Miguel, también había amanecido sobre la alfombra. Charo me había tapado y colocado una mullida almohada bajo la cabeza, pero, cuando intenté incorporarme, todos mis huesos y articulaciones se pusieron a blasfemar.
-Vamos, hija, ven a desayunar, que te he preparado torrijas de las que te encantan, y zumo de naranja. Ya verás como con el estómago lleno todo se ve distinto.
-Dios…pero…qué hora es ¿? …tengo una clase a las diez…
-Pero mi niña…donde vas a ir con esa carita…tienes los ojos más hinchados que Chazz Palminteri, además ya he llamado al instituto y les he dicho que estabas enferma.
Nos sentamos a la mesa de la cocina, igual que millones de veces a lo largo de nuestra vida en común. En todas las casas que he tenido, la cocina siempre ha sido el epicentro del hogar y esa costumbre también  la heredé de Charo. Aunque en el piso de Orillamar había una biblioteca espaciosa, un cómodo salón con dos mesas y sofás mullidos ,Charo apenas les sacaba partido. En cambio, la, mesa de la cocina siempre estaba poblada de libros, diarios, almanaques, velas aromáticas, cubos repletos de bolígrafos y rotuladores…Interioricé tanto esa costumbre que, aunque la cocina de mi apartamento actual es pequeñísima, lo primero que  hago al llegar a casa es ir hacia allí como autómata, encender un cigarrillo, prepararme un café y hojear el último número de Habitania, Architectural Digest o el libro que tengo entre manos. Sólo en la cocina me siento realmente en casa. Es mi rincón, tan necesario como respirar.
Aquella mañana, después del segundo café, por fin pude articular palabra.
-Si es que no lo puedo asimilar Charo…yo no puedo imaginarme la vida sin Miguel, es como si me arrancaran un brazo….
-Claro, hija…es que han sido muchos años…pero el mundo no se acaba, sabes, al contrario, tienes treinta dos años, toda la vida por delante, vamos…todas las crisis son como una ducha de agua fría, sientan como el culo, pero nos espabilan. La vida no puede ni debe ser estática, sino no es vida, la vida es crisis, cambio, evolución, hija…si nos estancamos y nos conformamos es lo mismo que estar muertos.
-No quiero que odies a Miguel…
-Odiarlo dices?....no hija… Miguel es una buena persona, yo sé que te ha amado mucho…como podría odiarlo? Mira, Esther, Miguel se ha portado como un hombre, ha sido valiente, se ha pronunciado y ha dado un paso al frente, exponiéndose. …sus padres, sus  hermanos, sus amigos, todos te adoran…Miguel sabe que va a tragar mucha hiel, que le van a culpar a él, y aún así ha sido valiente, no ha querido vivir engañándote, como hacen casi todas las parejas, alargar una relación muerta por miedo y por el qué dirán. El muchacho ha sido honesto contigo y consigo mismo, así que más que odiarlo, lo respeto, no seré yo quien le juzgue, nadie debe juzgar los actos y decisiones de nadie, cuando sólo le atañen a él y no hace daño al resto
-Pero a mí me hace daño…
-Sí ,hija, ahora te duele… y es normal… pero más pronto que tarde verás que era lo justo. Te he dicho miles de veces que el amor es lo más bonito de la vida, y, cuándo se trata de amor no se puede vivir con medias tintas. En los últimos años, yo he sido testigo de cómo Miguel y tú os ibais convirtiendo en amigos, habían desaparecido las urgencias por estar solos, el brillo en los ojos cuándo os mirabais…es legítimo que Miguel quiera sentir todo eso, porque es una prerrogativa de su juventud , igual que lo es de la tuya….desde mi punto de vista sería una soberana majadería que os condenarais mutuamente a dejar de vivir todo lo que vale la pena de la vida, lo que emociona, lo que excita, lo  que nos hace vibrar, por puro convencionalismo, porque es lo que hacen todos...porque es “lo correcto””…bobadas, hija, lo correcto es sacarle a la vida el máximo partido, que estamos dos días y uno está nublado….ahora no lo ves así, pero Miguel  ha sido valiente y se ha dado una oportunidad, y  nada más que eso, porque nadie le asegura que nunca se vaya a arrepentir, pero se ha dado a sí mismo una oportunidad para luchar y te le ha dado a ti, que es lo que a mí más me importa
Como siempre, las palabras de Charo fueron un bálsamo para mi alma, pero no me libraron del miedo a la soledad ni de añorar la compañía de Miguel. No lo hicieron ese día ni muchos de los días que le siguieron a ése .Me pasaba las horas pendiente del teléfono y de gmail. Si recibía un sms, pegaba un salto y me abalanzaba hacia el móvil, parecía una yonqui, víctima de un mono insufrible. Charo me miraba con disimulo, sonreía compasiva y bajaba los ojos de nuevo al libro que dormitaba sobre su falda. Ahora, con la perspectiva del tiempo, me arrepiento de haberle hecho padecer mi ansiedad enfermiza cada hora, cada minuto, de aquellos meses, porque para mí eran los meses de la transición, pero para ella eran los últimos de su vida.
Seguí levantándome casi por inercia cada mañana, daba clase como un robot, no miraba a los ojos a mis alumnos, como había hecho siempre, explicaba Cernuda o Salinas para la pared del fondo, sin transmitir nada, qué sacrilegio, pienso ahora. Evitaba los ojos de la gente por norma, evitaba los de la cajera del  súper y los ojos del kiosquero y los del camarero que me ponía un café. Tenía miedo de que vieran en mis ojos el miedo y la locura. Desarrollé toda una amplia y surtida variedad de cárceles interiores, en las que yo misma me encerraba con cien cadenas. Mi única ilusión pasó a ser el sueño, en el momento que despertaba, contaba las horas que faltaban para que pudiera volver a la cama. La ansiedad era una tortura continua, sádica y cruel, una rata que roía y roía y roía sin descanso  en lo más  profundo de mi misma. Disfrutaba de unos efímeros y balsámicos segundos de paz en el instante mismo de despertar, pero enseguida recordaba quién era  y pensaba …ah…la rata… sigue ahí… mordiendo…no ha debido parar en toda la noche…. Pronto a la rata no le bastó con mis horas de vigilia, quería poseerme por completo, así que royó con más fuerza, con mucha más fuerza y rabia, doblegó sus esfuerzos y ya se me negó hasta la paz del sueño, la interrupción del pensamiento consciente, de tal manera que, si lograba conciliarlo, era de puro cansancio, y era un sueño sobresaltado y podrido, lleno de pesadillas.
Fui tan egoísta, me centré tanto en mi propio dolor y sus límites, que ni siquiera advertí que Charo ya no podía más.
Una mañana mientras corregía exámenes en la biblioteca del instituto, me llamó la vecina del sexto. Se había encontrado a Charo tirada en el portal, consciente, pero incapaz de moverse. Había llamado a una ambulancia.
Oía como en un sueño los bocinazos  censores de los demás conductores, no sabía ni por dónde iba, me temblaban las manos y las lágrimas no me dejaban conducir, pensaba, joder, ni siquiera has estado para llevarla ,joder, ni siquiera eso… finalmente ha tenido que ir en ambulancia… y sólo sentía a la rata, riéndose procaz, obscena,  satisfecha, descarada, riéndose, riéndose , riéndose como una loca.
No recuerdo ni como logré armarme con un acopio de serenidad mínimo, imprescindible, para llegar hasta el parking del Canalejo, dejar el coche y llegar hasta la habitación, porque lo que sí recuerdo es que la rabia y el pánico me dominaban, y era la rabia la que entraba como una exhalación en el ascensor, era la rabia la que empujaba a la gente por los  pasillos ,era la rabia la que inquiría frenética Rosario Alonso  por favor?? Alguien me puede decir donde está Rosario Alonso?? Usted sabe dónde está Rosario Alonso  por favor por favor por favor
A lo largo de todos aquellos días de postrera y desnuda agonía, descubrí que, si es difícil vivir con dignidad, no lo es menos morir con ella, y que, en todo caso, morimos solos, nadie nos acompaña en ese último e indómito trocito del camino, nadie puede. Charo disfrutó ya de escasos momentos de lucidez, acaso unos minutos cada día, el resto del tiempo parecía estar inmersa en una suerte de regresión juvenil, reía y lloraba, amonestaba dulcemente a imaginarios niños que se sentaban en pupitres a los pies de su cama, llamaba a mi madre, decía “Carol, tú has visto como me mira ése” y prorrumpía en una risilla adolescente, al tiempo que se ruborizaba. También llamaba  incansablemente a un hombre y repetía docenas de veces la misma letanía “no lo hagas, no lo hagas, mi amor, no vamos a saber vivir, ya lo sabes no?, no vamos a saber…”
Me reconfortó mucho saber que ella pasaba sus últimas horas en compañía de las personas que acaso más había amado en su vida, en tiempos y escenarios más felices, con sus alumnos, a los que había consagrado su vida, con mi madre, y con ese amor del que yo no sabía nada, pero que, por la fuerza y desesperación con que aferraba mis manos y me pedía que no lo hiciera, mi amor, no lo hagas, comprendí que había amado mucho.
Apenas me moví ya del hospital, sólo iba a casa a ducharme y cambiarme de ropa. Me ausentaba más o menos tranquila, porque los escasos minutos en los que ella estaba en el presente solían coincidir con el ocaso del sol ,sobre las ocho de la tarde y yo procuraba llegar un rato antes. No obstante ,un día me demoró el tráfico y cuándo llegué a su cuarto, me encontré allí a una monja, una mujer enjuta, fea y encorvada que entonaba murmurando un rezo machacón e  infinito ,al tiempo que mecía su triste cuerpo de virgen adelante y atrás , adelante y atrás, en una danza desalentadora y macabra.
Charo la miraba horrorizada, el miedo chispeaba en sus ojos, que se desorbitaban, se abrían inconmensurablemente, incapaz para moverse como estaba, indefensa, en cuánto me vio tendió los brazos hacia mí como si se aferrara a un salvavidas, con un hilo de voz me pidió -hija, por favor llévate a esta bruja de aquí- La rabia me cegó, no había derecho, no podían someterla a esta humillación, justamente a ella. Me volví hacia el esperpento tocado y de un suave tirón del brazo la obligué a incorporarse y a mirarme, tan concentrada estaba en sus conjuros que ni me había visto y se sobresaltó.
-Señora, váyase de aquí, ya lo ha oído, la señora no necesita de sus letanías
Me miró con unos ojillos de hurón oscuros y llenos de desprecio
-pero hija, por Dios, si está a punto de entregar el alma a Dios….
Tuve miedo de mi misma, porque con su altura de niña,  apenas me llegaba al pecho y sentí deseos de derribarla de un bofetón certero.
-noooo, señora, yo no sé si le irá a entregar su alma a alguien…pero a su Dios ya le aseguro yo que no, así que váyase de aquí y no vuelvan asomarse, ninguno de ustedes….
La virgen enjuta se persignó con ahínco sin dejar de mirarme con desprecio, pero debió adivinar por la determinación de mis ojos y el temblor de mis extremidades que yo misma me temía, porque se dio la vuelta y salió por la puerta rezongando.
Me acerqué a la cama y, presa de un llanto que no podía controlar, me abracé a Charo. Ese fue la última vez que me vio a mí, a Esther, me cogió débilmente la cara entre sus manos y me miró llena de agradecimiento.
Cuando  desperté en la butaca a la mañana siguiente, Charo ya se había ido. Lo supe porque tenía los ojos abiertos y una extraña mueca, como si sonriese, dibujada en los labios. Le cerré los ojos, cogí mis cosas y me fui de allí.