viernes, 24 de junio de 2011

más que mirarse (XVIII)

Rafael Martínez hablaba poco. Por eso cuando lo hacía, siempre le escuchaban con atención y respeto. A su madre le encantaba decirlo, siempre, con cualquier pretexto, Rafa es un chico que sabe hacerse respetar ¿verdad?, afirmación a la que seguían invariablemente un coro de asentimientos y afirmaciones sí, desde luego o sí, lo cierto es que su presencia infunde mucho respeto…entonces ella, orgullosa, proseguía, pues siempre ha sido así fíjate, desde bien pequeño, sólo con una mirada lo decía todo…era un niño muy bueno y muy inteligente, con deciros que aprendió a leer con sólo tres añitos…
A él, según iba creciendo, le iba avergonzando más aquel entusiasmo nada disimulado de su madre mamá por favor, déjalo ya…Porque Rafael Martínez además de serio, era tímido, muy tímido, pero su seriedad camuflaba su timidez y la hacía mucho más tolerable. Su seriedad y el mullido colchón que sus padres le habían procurado desde siempre. Porque a Rafa nunca le había faltado de nada, ni atención, ni cariño, ni medios. Era el primero de tres hermanos y su familia, una familia feliz, no se diferenciaba mucho del resto de las familias felices. Su padre era un hombre trabajador y casero, un mecánico excelente, que se había jubilado como jefe de taller en la Mercedes. Su madre era un ama de casa entregada y complaciente, que exhibía con orgullo las fotos de sus vástagos y decía otros van presumiendo por ahí de sus coches y sus chalets…pues yo presumo de mis tres hijos que bien guapos y buenos que me han salido…Eso también era cierto. Sus hermanas, que siempre habían sido unas niñas monas y graciosas, crecieron siendo mujeres guapas. Rafa no era un guapo de revista, pero con su metro ochenta y su esbeltez, su pelo negro levemente ensortijado, que siempre llevaba más bien largo y sus facciones armoniosamente incorrectas, nariz pronunciada, ojos verdes y profundos, resultaba un hombre muy atractivo interesante decía su madre hay que ver lo interesante que pareces cuando te arreglas un poco hijo. Cuando, entrada la adolescencia a Rafa le nació la conciencia de clase, entendió por fin a la perfección el orgullo materno, porque supo que para los pobres, para el proletariado, su prole era su única y esperanzadora riqueza. Rafael Martínez, además, siempre había sido muy responsable. Desde pequeño sacaba las mejores notas, ayudaba a su madre con la compra y cuidaba de sus hermanas, tanto, que incluso una vez se había dejado romper un brazo de un certero balonazo para evitarle el impacto a su  hermana pequeña.
Pero Rafa no hablaba poco porque no tuviera nada que decir. No. Su cabeza era un hervidero de ideas constante, leía incansablemente e incluso sus sueños eran creativos y fantásticos. Producto de tanta y tan temprana lectura, se poblaban de seres mágicos, catástrofes naturales, viajes submarinos…Este chico vale mucho para la música María, mira que aprender él sólo a tocar el bajo…y era cierto, tenía talento innato para la música. A los pocos meses de estrenar su primer bajo, era capaz de reproducir de oído casi cualquier canción. Porque Rafael Martínez, además de jugar al baloncesto estupendamente señora, es un placer ver a su hijo jugando al baloncesto, le decía a sus padres el entrenador, era melómano desde su primera adolescencia y poseía unos dedos prodigiosos, un don innato en el manejo de sus manos que le permitían reproducir en papel, en cartón, con palillos, con una lata…con cualquier cosa, cualquier forma que se le antojase. Este don hacía las delicias de sus hermanas pequeñas, para las que se afanaba en construir exóticas flores de papel charol, hermosas, exuberantes y mágicas. A su madre la conquistaba enseguida cuando había hecho alguna trastada, recuperando del álbum familiar viejos retratos suyos de cuando era joven, que él reproducía fielmente y hasta mejorándola, sacándola más guapa. De esta manera tan artística se hacía perdonar, y le daba una excusa para comprar otro marco. Siempre le gustó el rock y siempre tuvo muy buen criterio para escoger los discos, primero en vinilo, más tarde compactos, que pedía a sus padres como regalo de santo, de cumpleaños o de reyes que barbaridad hijo…siempre pides lo mismo…yo ya no sé dónde vas a meter tanto disco en ese cuarto tan pequeño…Las estanterías de melamina sostenían en precario equilibrio docenas y docenas de tesoros Led Zeppelín, Oasis, Nirvana, Pearl Jam, Black Crowes, Bowie, Bruce…Se apasionó tanto con Tolkien que antes de cumplir los quince ya había leído tres veces la saga completa de El señor de los anillos.
Rafael Martínez hablaba poco. Pero pensaba mucho. Y eso, a la larga jugó en su contra.
Mucho antes de acabar el instituto, su propia lucidez le había causado un dolor tan sordo y prolongado, que le había hecho perder todo sentido práctico. Esto, unido a un temprano desarrollo de la conciencia política, había desbaratado todo entusiasmo. Porque desde muy joven, Rafa sentía como propias las injusticias, los sinsentidos del afán de consumo y poder de medio planeta, mientras el otro medio carecía de lo indispensable para subsistir. Empezó a ver el mundo como un gran teatro, un teatro absurdo y estúpido, en el cuál, como decía Lessing la gran paradoja es que uno trata de ser y a la larga meramente existe. No entendía el juego atroz del capital, consumir, producir, consumir, producir…no conseguía dejar de ver a los adultos como marionetas en manos de un sistema falso y corrupto, condenado al fracaso más estrepitoso por su propia necedad y avaricia. Rafael Martínez, que siempre había sido un chico tan responsable, tan maduro, tan trabajador, se dio cuenta no sólo de que no tenía ni idea de lo que debía hacer con su futuro, sino que cualquier papel que escogiese sería solo eso, un papel, una ficción, más madera para fundir en los hornos de un sistema que se le antojaba claramente injusto y despreciable. Durante un tiempo muy largo la salvación se llamó Amistad. A pesar de su timidez y su seriedad, descubrió que no tenía dificultades para hacer amigos, y que, inmersa en noches de copas y excesos, de compañerismo y gamberradas, su lucidez dolía menos, conseguía atontarla, embotarla, despistarla en medio de caladas de hierba y vapores etílicos. Sus padres empezaron a preocuparse. Pero consiguió que le dejaran en paz un tiempo, gracias a que, casi sin esforzarse, aprobó el COU y la Selectividad, de rentas, eso sí, estudiando como mucho el día antes, eso también, raspado, pero lo logró. Se encontró a si mismo matriculándose en Empresariales, en parte porque su padre decía que es una carrera con salida, sino mira el hijo de Maruja que no tiene ni veinticinco y ya trabaja en un banco…en parte porque era de las pocas carreras que no exigían nota de corte, y a él, todos los excesos de los últimos años, no le habían dejado el expediente para muchas alegrías. Pero Empresariales, lejos de ser una salida, se convirtió en un callejón ciego. Llegaron los años del nihilismo para Rafael Martínez, de preguntarse qué coño pinto yo en Empresas si detesto todo lo que representa y no me creo nada de sus cálculos y sus teorías…cuando veía a sus compañeros tomando apuntes como posesos, devanándose los sesos con Keynes o con Adam Smith, se descubría  a si mismo pensando que el neoliberalismo le daba náuseas y que jamás podría estudiar algo en lo que no sólo no creía, sino que le daba risa.
Empezó a pasar hasta de las juergas y a quemar las horas muertas tirado en la cama, raspando su bajo o simplemente mirando al techo. Llegados a este punto, sus padres ya no estaban sólo alarmados, estaban aterrados. Rafa acumulaba un suspenso tras otro, ya ni siquiera salía con chicas o con sus amigos y parecía vivir en un universo paralelo, aislado del mundo y de todo lo que representaba. Así fue como Rafa, el chico estudioso y responsable, Rafa, el virtuoso del baloncesto y el bajo, Rafa, el de los dedos prodigiosos de artista, Rafa, el adulto prematuro con aquella seriedad suya tan respetable, se convirtió en la angustia de unos padres que no comprendían que el aparente pasotismo de su hijo no era tal, sino que respondía a una ebullición continua y torturadora de su mente, que, a diferencia de su cuerpo, no conocía el descanso ni las treguas. Y se culpaban, se martirizaban, se preocupaban sinceramente por su hijo no sé qué vamos a hacer con este chico María, no le veo futuro ni salida…
Durante muchos años, para Rafael Martínez la salvación se llamó Isabel Santiso. La salvación tenía un tipazo y una cara preciosa, era alegre y extrovertida, y sobre todo, amó a Rafa desde el principio. El principio fue una noche de Sábado en la Ciudad Vieja. Rafa llevaba ya muchas copas encima, tantas, que estaba pensando en volver a casa, cuando Beltrán apareció con ella y dos chicas más. Rafa no le hubiera dedicado más de dos minutos de su tiempo, como hacía con todas las que le presentaban, pero ella era tenaz y locuaz y parecía no advertir, o simplemente pasarse por el forro, todos sus gestos de impaciencia y sus bostezos.
Isabel era una chica sencilla, amable. Además era muy guapa. No muy alta, pero con unas facciones intachables, nariz pequeña y recta, labios carnosos, ojos verdes y un pelo rubio tan rubio que parecía blanco, rizado y vuelto a rizar sobre si mismo hasta el infinito, una maraña bella y luminosa. Además, contrastando mucho Rafa, era divertida y despreocupada, hasta superficial en ocasiones. Acababa de terminar Graduado Social y no le daba más vueltas a la vida que el deseo de colocarse en una gestoría y seguir saliendo y  divirtiéndose con sus amigos. Empezó a quedar con ella sin expectativas, sólo por echar un polvo y ver que pasaba. Además, estaba encantado con eso de ser la envidia de sus colegas y tener por fin una medalla que enseñar a sus padres. Era fácil. Isa se metía en el bolsillo a todo el mundo. Tenía una conversación amena y siempre se convertía en el centro de todas las reuniones. Desde el principio fue en un bálsamo para el alma de Rafa, que ya no podía con tanta desazón y desencanto. Pasaron los meses y comprendió que difícilmente podría prescindir de su frescura, de su visión práctica de las cosas, del punto de cordura y realidad que le equilibraba. Y sobre todo, no podría prescindir de su adoración. Porque Isabel, más que quererle, le adoraba. Escuchaba atenta y embelesada todo lo que él decía, como si fuera su oráculo, le admiraba hasta la devoción y ni se le pasaba por la cabeza cuestionar o tan siquiera matizar nada de lo que él decía. Le habría seguido hasta el mismísimo infierno si él se lo pidiera. Esa mujer era su alimento. Enseguida comprendió que deseaba contagiarse de su energía y sintió la necesidad de tenerla cerca cada momento, como un talismán. No tardaron ni dos años en irse a vivir juntos. El tiempo que a él le llevó ponerse a estudiar como un loco y sacarse la oposición de Justicia, que no era lo que deseaba, pero era algo, un arma, una forma de tener a esa chica en su cama cada noche y poder sentir el calor de su admiración y su deseo cada segundo. Sus padres no daban crédito a los beneficios que esa joven providencial había traído a sus vidas, así que se esmeraban en mimarla y tratarla como a una hija. Durante muchos años, la vida fue sencilla. Trabajaban durante la semana, salían con sus amigos y se divertían los fines de semana. Incluso se casaron. Nada formal, una ceremonia de quince minutos en el juzgado. Pero Rafa no pudo dejar de pensar en la suerte que tenía y en lo preciosa que estaba su mujer, con sencillo vestido blanco y margaritas en el pelo.
Pero el nihilismo y la lucidez, tantos años ignorados, mantenidos a raya en el fondo de su alma, volvieron a aparecer. Cuándo ella le manifestó su deseo de tener un hijo, él le contestó que realmente él no quería tener hijos. Para qué, para qué más prole que alimente la maquinaria. Ella no le creyó…algo un poco definitivo como para no comunicárselo a tu pareja antes de casarte, no te parece?... No mentía cuando le dijo que no había intención, que simplemente no había salido el tema…bueno Rafa, es que eso de no salir el tema…no sé me siento un poco estafada la verdad… Pero pensó que se le pasaría, que acabaría aceptando su idea, como siempre. Con Isa todo era cuestión de argumentar, de razonar, siempre acababa comprendiendo su punto de vista. Pero los meses pasaban y ella seguía en sus trece Rafa es que yo siento la necesidad de tener un hijo de los dos…y él …que no mujer, piénsalo bien, los niños atan mucho, dan mucho curro, tenemos un piso muy pequeño…Ella no insistió más, pero se fue alejando. La angustia empezó a envilecerla. Utilizaba el sexo como mercancía. Si él se portaba bien, era cariñoso, y llevaban ya muchos días de abstinencia, transigía. Si quería castigarlo por su indeferencia, se daba la vuelta. Rencores, vacíos, palabras no dichas que se van acumulando. Cada vez compartían menos cosas y la adoración perpetua de ella fue dejando paso a una distancia cómplice pero no comprometida, desligada, desganada, como por cumplir hasta el final y punto… ¿sabes cómo me llamaban mis amigas? “Rafa Dice”, fíjate qué patético…me lo ha confesado Paula, me ha dicho hija menos mal que espabilas porque ya estábamos cansadas de tanto “Rafa dice, Rafa dice”
Así que al final, el miedo a perderla le hizo ceder, conceder. Descubrió tarde que para Isa, él se había caído del pedestal de forma definitiva e irremediable, que la admiración sin fisuras y la adoración eterna, fuentes de las que él extraía la energía y los motivos para vivir cómodamente, se habían roto sin remedio. Y lo peor, que él era el culpable. Porque Rafael Martínez había sido egoísta. Muy egoísta. Se había pasado años instalado en la tibieza y los pliegues cálidos de la generosidad de su mujer, sin preguntarse jamás qué era lo que ella quería, lo que ella necesitaba. La había abandonado a su suerte y la había dejado sola muchas veces, aún estando sentado a su lado en el sofá. Los meses del embarazo fueron un espejismo, un oasis en medio de la desidia del antes y el después. Isa estaba abducida por el bebé y no pensaba en nada más. Él sí. Él pensaba que no sabía de qué manera iba a asumir su no deseada paternidad. Qué como se conjugaba otro cansancio unido al sempiterno cansancio vital, cansancio de todo, que volvía a abrumarle y aplastarle como antaño, mostrándole un futuro tan vacío y negro como el fondo de su alma.
Clara nació a principios de Septiembre y la quiso sin esfuerzo casi desde el primer momento.
Rafael Martínez se convirtió en un padre solícito y compañero. Compañero de Clara. Con Isa las distancias y las brechas de antes, lejos de desaparecer, se hacían más y más profundas. La convivencia se convirtió en un juego perverso. Su incapacidad para estar con ella a las malas, después de haberse beneficiado de su fuerza tanto tiempo, de dejar que fuera ella la que defendiera el baluarte cotidiano de la alegría, del ánimo, de las relaciones con los amigos y la familia, de dejarla bregar sola con el día a día, sin preguntarse jamás si en algún momento no necesitaría ella que alguien tomase las riendas siquiera por unos días, unas horas, le hacía sentirse mezquino y egoísta. Y lo era. Porque aún desde la conciencia de su mezquindad no movía un dedo para invertir la situación. Simplemente no le salía. La evidencia dura y amarga del fracaso. Con el embarazo había ganado mucho peso, su cuerpo se había ensanchado, había perdido la frescura y la alegría. Se tomó la maternidad tan en serio que un rictus perpetuo de preocupación se grabó en su frente. Rafa, incapaz de buscar un remedio, simplemente se dejaba llevar. Ya no deseaba a su mujer, esa era la verdad. Le conmovían los denodados esfuerzos de ella por adelgazar, por gustarse y gustarle de nuevo. Isa empezó a correr. Corría detrás del peso perfecto, del piso perfecto, de más ropa, más muebles,  más cosas, más tarjetas de crédito, más y más medicinas que la curaran de su insatisfacción eterna, extenuante, más y más, corría y corría, y nunca llegaba, porque en realidad lo único que la consolaba era seguir corriendo. Era una carrera demencial y suicida, en la que a cada trecho se destrozaba más a sí misma y a él. Lo que Isa había perdido era a su ídolo, la admiración ciega por su marido, el oráculo que siempre le daría la respuesta correcta. Por muy lejos que corriese, la soledad y la comprensión de que en el fondo, estaba sola, era más veloz, y la estaba esperando, cruel y resabiada, en cada efímera meta que alcanzaba. Ella esperaba encontrarle a él, recuperar la fe en Rafa.  Pero él no sabía seguirla y lo peor, realmente ya no quería hacerlo.
Rafael Martínez nunca fue tan compañero de su mujer como en los últimos tiempos, los de asimilación y ruptura. Simplemente un día empezaron a hablar, cosa que hacía mucho que no hacían, a ser sinceros Rafa yo sé con una certeza que me desgarra, que no puedo hacerte feliz ya, sabes que te di mi corazón en las manos, que te adoraba…Él se sentía roto por dentro, pero entendía y estaba de acuerdo Isa, sea lo que sea lo que buscas, está claro que yo no te lo puedo dar, pero creo que aún no sabes lo que quieres y que te estás convirtiendo en tu peor enemiga... En una cosa estaban de acuerdo… tenemos una hija que es una pasada por favor Rafa no la echemos a perder…no claro que no cielo, en esto sí que vamos a ir de la mano, eh?... Así que por ella, por Clara, protagonizaron la ruptura más dilatada en el tiempo y más civilizada que haya existido jamás.
Pero no fue un consuelo, porque sin ella, sin su compañera, Rafael Martínez, que era un hombre de pocas palabras, se sintió aliviado, pero también confundido y triste. Y solo. Sobre todo solo.
No obstante decidió seguir adelante. Levantarse cada día para ir a trabajar, cuidar de su hija, volver de vez en cuando a su música. Ser el mejor amigo de su ex mujer y alegrarse por ella cuando por fin, vio que conseguía aflojar el ritmo de su frenética carrera hacia ninguna parte, que se permitía a si misma dormir en paz alguna noche. Aprendió a disfrutar de las cosas sencillas y se lo agradeció, porque eso, a fin de cuentas, lo había aprendido de ella.
 No pensaba en el futuro y no esperaba grandes emociones de la vida, cuándo un día, camino del trabajo, al doblar una esquina, vio por primera vez el cuerpo color avellana de Esther Fernández Navarro, doblado por el esfuerzo de alzar una verja. Y sintió como el suelo temblaba bajo sus pies.

jueves, 16 de junio de 2011

más que mirarse (XVII)

Una trampa. La vida se les convirtió en una trampa.
 Tal como apuntaba Charo, los actos decididos  y consecuentes de los hombres valientes raras veces se ven recompensados, al revés. Suscitan las envidias y despiertan los odios de los mezquinos, que se afanan en demostrar que si ellos no se atreven no es por que sean cobardes, sino porque son cautos y sensatos. Y ese afán, esa necesidad íntima y baja de no despreciarse a sí mismos les lleva a mentir, entorpecer, no cejar en el empeño de echar por tierra los logros que, de forma no menos íntima y desgarradora, ellos se saben incapaces de alcanzar. Se resisten a reconocer como moralmente superiores a aquellos que, por el mero hecho de existir, de actuar como actúan, de pensar como piensan, los dejan a ellos a la intemperie de sus propias miserias y cobardías. Por eso no lo pueden permitir. No lo van a permitir. De ninguna manera. Es fácil. Una palabra certera lanzada ante un auditorio propicio, así, como quien no quiere la cosa. Un comentario malicioso repetido aquí y allí, aunque no venga a cuento en la conversación. Una mirada de desprecio, sustentada en una pretendida superioridad moral, sin miedo, con la tranquilidad de saber que todo un coro de seres no menos cobardes y mezquinos que ellos mismos los van a secundar, a proteger, a mantener a salvo del juicio despiadado al que todos ellos van a someter al valiente, sin dudar, sin titubear. Porque dudar y titubear, siquiera por un segundo, equivaldría a reconocer lo que íntimamente saben muy bien. Que los despreciables, los injustos, los del comportamiento censurable son ellos mismos. Esto sigue siendo así hoy en día, siempre ha sido así. Pero en la década de los setenta, en un país como éste, todos los mediocres y los cobardes gozaban del escenario ideal para guarecerse.
 Juan y Charo no pudieron disfrutar ya de un solo momento de paz.
 La decisión de él de vivir con ella, lejos de beneficiarla, la acabó de hundir. Trastocó todas las rutinas. Las páginas de sus diarios que narran uno a uno todos los despropósitos sufridos a lo largo de aquella agonía son desgarradoras. Por lo menos lo son para mi, que paso a paso siento ganas de viajar en el tiempo, correr a abrazarla, decirle por dios Charo no te dejes lapidar así, todo esto no tiene sentido alguno, esto es una locura…
Al mes siguiente tuvieron que mudarse de casa y barrio.
Aunque hubieran obviado las miradas estúpidas de sus vecinos, soportado los cuchicheos y las mediocridades, el casero no iba a hacerlo y les comunicó que debían abandonar el piso enseguida.
 Por su hermano le llegó recado fehaciente de su padre de que ella ya no pertenecía a familia alguna y la entrada en su casa para visitar a su madre quedaba absoluta y definitivamente vetada.
 A él lo trasladaron de centro. A ella estuvieron a punto de suspenderla por comportamiento inmoral y escandaloso. De todos sus compañeros, sólo uno, el viejo Ríos, al que apenas prestaban atención cuando estaban todos reunidos en la sala y al que llamaban Ríos el Taciturno, no le retiró el saludo y la palabra. Todos los demás, en una perversa y retorcida campaña orquestada por Begoña, la hostigaron y humillaron hasta que el aire se le volvió irrespirable.
 Unido a todo ello, las llamadas de Loli se producían constantemente, a cualquier hora del día o de la noche, día tras día. Rogaba, suplicaba, se humillaba, amenazaba constantemente con suicidarse, obligaba a los niños, llorosos y prácticamente en estado de histeria, a ponerse al teléfono, a suplicar a su padre que volviese a casa.
Todo ello los fue sumiendo en un estado de tristeza y neurosis crónico, difícilmente salvable. Nadie soporta tantos frentes abiertos. Y ellos lo sabían. Todos lo sabían. Que era cuestión de tiempo. Que tarde o temprano su castigo ejemplar acabaría por destrozarlos y entonces ellos podrían volver a habitar su simple y predecible universo de hipocresías y morales preconcebidas.
Esta neurosis se fue filtrando poco a poco en sus miradas, en sus complicidades diarias, en su colchón, de tal forma que sus caricias y sus encuentros mágicos de antes se transformaban en actos desesperados y delirantes. Se amaban como si esa vez pudiese ser la última. Tal vez no. Pero tal vez sí.
 Empezaron a intuir con una certeza desgarradora que el andamiaje de su amor no se sostendría por sus propios medios compartidos, que las hordas maliciosas que desde abajo lo sacudían despiadadamente podrían hacerlo derrumbarse mañana. O en un mes. O en un año.
 Pero podrían lograrlo.

Octubre de 1975

Se abraza a mi en mitad de la noche y gime, gemidos largos y lastimeros, como surgidos de un amargo torrente interior que no tiene fin. Me destroza su culpa por su familia, me destroza su miedo a perderme. Me destroza mi propio miedo.
Levantarme cada mañana e ir al colegio me hace presa de un pánico insuperable.
Esta mañana, nada más llegar me encontré en el pasillo a Adela, la bedel, que pasaba la fregona y canturreaba. Esta imagen, tan cotidiana, tan normal, me infundió una efímera sensación de optimismo y me atreví a decir, con una sonrisa “buenos días Adela, qué contenta está usted hoy”…levantó la vista, me miró apenas un segundo, fría y desdeñosa y escupió en el suelo. No pude evitar recordar sus vehementes y exageradas muestras de gratitud el año pasado, cuando me negué a cobrarle las clases de apoyo a su nieta…”qué buena es usted, doña Charo, se merece usted el cielo”, me decía. ¿Qué ha cambiado en mí tanto que a ella o a los demás pueda dañarles? Lo cierto es que me costó bastante reprimir las lágrimas y serenarme antes de entrar en la sala de profesores, dónde, como es habitual desde hace tiempo, todos se callaron repentinamente al verme y bajaron la vista a sus diarios o apuntes, algunos como avergonzados, Begoña con una sutil y apenas disimulada sonrisilla cómplice en los labios. Sólo El Taciturno, como cada día, me sonrió ampliamente, mucho más de lo que lo hacía antes “Buenos días, señorita Alonso, siéntese usted y tómese un café”.
Incluso los niños están distintos. Nerviosos, alertas, como si alguien les hubiese dado consignas. Son los más sanos, desde luego, y, pasado un rato conmigo, se relajan y parecen desechar esas consignas por intranscendentes o no creíbles. Lo peor de todo esto es no poder compartirlo con Juan, dejarme consolar o aconsejar por mi compañero. Si le contase algo de todo este hostigamiento le haría aún más daño. No puedo.
Cómo echo de menos a Carol. Si ella estuviese aquí, todo sería más fácil.

Octubre de 1975

Por si todo fuera insuficiente, esta noche han detenido a Raúl y a Laura. Juan ha estado todo el día angustiado. No tiene miedo por los demás. Tiene miedo por ellos. Dice que Raúl se dejaría matar antes de denunciar o dar nombres. Pero ella está embarazada. Por dios, está embarazada, no deja de repetirlo, al tiempo que fuma compulsivamente y se muerde las uñas. Por lo visto la policía llevaba un mes trasladando a cuartelillo a compañeros de la empresa para interrogarlos. Uno de ellos identificó a Raúl en una fotografía. Les dijo que él era quien manipulaba la multicopista y custodiaba las piezas. Ya está. Es difícil que salgan de esto. No lo digo. Juan no lo dice. Pero los dos lo sabemos.

Octubre de 1975

El teléfono ha sonado a las tres y poco de la mañana. Era ella, Loli. Oía entrecortadamente desde la cama retazos del diálogo de Juan…no, Loli, por favor, no te pongas así…claro que les quiero, Loli…esto no tiene nada que ver con ellos…no les digas eso por favor…tú sabes que no es justo…no digas eso mujer…como puedes pensarlo siquiera…tus hijos te necesitan…como puedes decir esas barbaridades…
Fingí que dormía, pero de todas formas sólo entró en la habitación para besarme en la cabeza y coger el paquete de tabaco de la mesilla. El resto de la noche la pasó en el sofá. Las mañanas que se suceden a las noches en las que ella llama, amenazando con el suicidio y describiéndole un paisaje desolador en casa de sus hijos, Juan apenas me mira. Como si sólo con mirarme la culpa le estallara en la cara. No aguanto. No aguanto…y me pregunto día a día ¿dónde está la dignidad de esta mujer?y ¿hasta que punto soy responsable de su locura?

Diciembre de 1975

Sonó otra vez el teléfono de madrugada y me dispuse a otra noche de soledad. Pero no era ella. Era Esperanza. Para avisar a Juan que Laura ha perdido el bebé, por las palizas. Y que los trasladan a los dos a otra prisión, nadie sabe adónde.
Él colgó el teléfono y vi su espalda deslizarse por la pared, hasta que quedó sentado en el suelo mirando las baldosas, vacío, inerte. Así se pasó horas, sin permitirme abrazarlo, consolarlo. Sé que todo esto está reabriendo en su interior heridas muy viejas. Que no es la primera vez que la brutalidad y la injusticia le arrebatan a alguien. Y no puedo hacer nada, nada. Parece estar más allá de todo, de todos, incluida yo misma.


sábado, 11 de junio de 2011

más que mirarse (XVI)

Entró por la puerta sonriendo y posó sobre el mostrador dos cafés grandes de vecchio y una bandeja de pastelería con alfajores de dulce de leche. Esther no le esperaba tan temprano, por ser sábado y la sorpresa le infundió un cálido, repentino bienestar.

-          buenos días librera…te echaba de menos y me he venido a desayunar contigo…
-          uffff….alfajores de dulce de leche…….mi perdición…- alargó el cuerpo a través del mostrador y le besó en los labios.
Rafa se quedó pensativo y la miró con un gesto dolorido y teatral
-          los he conseguido bajo tortura, así que ya te los puedes comer todos ya….
-          y eso?
-          tuve que esperar unos cinco minutos en la cola de la pastelería…escuchando por el hilo musical una versión de Let it be deeeeeeeeee … Bertín Osborne!! A quien se le puede  haber ocurrido algo tan cruel?

Esther le miró unos segundos, incrédula y conmovida

-joder….sí que es cruel sí…lo siento…lo siento de veras…

Poco a poco, iban ganando para sí mismos parcelas de realidad, compartir un desayuno era una más. El sábado anterior habían ido al CGAI a ver una película, Manhattan de Woody Allen. Y también estaba lo de los sms. Como todas las relaciones incipientes desde el apogeo de los móviles, usaban y abusaban de los mensajes de texto. Para darse los buenos días, las buenas noches, desearse felices sueños, glorificar sus encuentros sexuales… se decían cosas que probablemente, de decirlas cara a cara, les harían sonrojarse hasta las orejas. Pero a Esther los que más le gustaban eran los inesperados, los que llegaban en mitad de la noche o de la mañana, en horas de oficina o de sueño dios como te echo de menos  o  te echo tanto de menos que no puedo dormir/ trabajar…Aún así, aunque él lo había sugerido un par de veces, Esther todavía no le había invitado a su casa. Sabía que, cuando lo hiciera, inevitablemente tendría que hablarle sobre sí misma. El secreter, un mueble extraño, chocante en el ámbito de su salón…las fotos de Charo y de sus padres, que poblaban las paredes y estanterías…todo ello suscitaría preguntas, monólogos, recuerdos…Un paso más, vamos. Además, no se  había sentido bien con lo de Miguel. Un par de días antes, se lo había encontrado en el portal, justo cuando introducía la llave en la cerradura. Se había parado en mitad de la acera y le miraba embobado Estheeer…hola Esther….no sabía que vivías aquí…Recuperada levemente del shock inicial, le había dado dos besos y , cuando llevaban un rato hablando en la calle….cómo estás…bien, bien, trabajando mucho….sí, supe por Lucía que por fin habías conseguido tu librería…sí, ya ves, ten cuidado con lo que deseas ja ja…yo también trabajando mucho, me paso la semana en Madrid, estamos abriendo una planta nueva…que bien, me alegro…dios pero que guapa estás…más por educación que por ganas le había dicho aquello sube a tomar un café si quieres…y claro, él había subido. Enseguida se dio cuenta de que había sido un error. Mientras preparaba café en la cocina, le oyó dar pasos lentos por su salón, sin duda curiosear fotos, libros. No le gustó. Una creciente sensación de intimidad invadida la atormentó. No, él no debía estar aquí. No debía contaminar su presente, su nueva vida propia con reductos del pasado. El pasado es el pasado y lo es por algo. Debe quedarse allí. Cuándo posó sobre la mesilla la bandeja con café y galletas, ya estaba arrepentida a más no poder. Además, se dio cuenta de que ni siquiera le apetecía hablar con él, ponerse al día. Ponerse al día, como hacía con sus amigas cuando llevaban tiempo sin verse, era algo que debía hacerse con entusiasmo, con ganas. Y sólo tenía sentido si existía la comprensión mutua de que también había en común un futuro. No deseaba ningún futuro en común con Miguel.

-éste mueble estaba en casa de Charo, ¿no?
-sí, estaba allí
-siempre me gustó. Me acuerdo mucho de ella, sabes, de lo bien que me trató siempre…
-sí, ella trataba bien a todo el mundo- respondió casi como una defensa, una afirmación que contenía varias  no eras especial para ella…yo era especial…ella era parte de mi vida, no de la tuya…tú ya no eres parte de mi vida…-
- Esther…no creas que para mi no fue duro…la culpa de haberte dejado sola me atormenta todavía…pero estaba muy confundido…no sabía lo que quería…ahora no habría pasado…
-déjalo, Miguel…yo no era tu hija, no era responsabilidad tuya

Deseaba que se acabara el café y saliese de su casa, la incomodidad creciente que la aplastaba era más elocuente que todas sus palabras. Cuando él alargó una mano e intentó tocarla, retiró la suya instintivamente, poniéndose a salvo, y se puso de pie, en una clara invitación a que se marchara. Miguel entendió y se puso de pie a su vez, cogiendo su chaqueta. Ya en la puerta se volvió.

-nunca acabamos de ver Secretos de un matrimonio
- no, nunca la acabamos

Y nunca la acabaremos quiso decir, pero se mordió la lengua. La alusión a la peli de Bergman era cómplice, o lo pretendía. Durante años, cada sábado que salían de copas con sus amigos, o solos, a cenar, y llegaban a casa de madrugada, se tumbaban juntos en el sofá e intentaban retomar a Bergman donde lo habían dejado la vez anterior. La película, en realidad una miniserie, era complicada y aburrida, y siempre acababan durmiéndose al poco rato, abrazados. En realidad, lo que acababa de hacer Miguel era tender un último cabo, aludiendo a Secretos de un matrimonio estaba rescatando algo muy íntimo, algo que sólo les pertenecía a ellos dos, algo que evocaba docenas de momentos de intimidad y ternura

-          siento que todo acabase así, Esther…de veras que lo siento…

     Ella no respondió. Sólo le sonrió amablemente y asintió.


Cuando terminaron los cafés y hasta la última miga de los alfajores, Rafa se despidió con un abrazo y le dijo que la llamaría por la tarde. Estaba casi saliendo cuando Esther le llamó:

-          Eiii….vienes a comer mañana a casa?...pasta con salsa de tomate y vino tinto…

La miró con aquella profundidad suya tan elocuente y sonrió

- Hecho. Yo llevo el postre.

sábado, 4 de junio de 2011

hércules y crunia

“…para perpetuar la magnífica victoria, mandó construir, en el lugar del combate, una alta torre
y ordenó que Gerión fuese enterrado en sus mismos cimientos.
Después Hercules decidió poblar aquel lugar descampado.
Lo impulsaba la idea de crear una gran ciudad, pacífica y tolerante,
que hiciera olvidar a sus moradores los abusos de Gerión. Y así se hizo.
Se corrió la voz y gentes de todos aquellos contornos se encaminaron con sus enseres hacia el nuevo lugar.
Hercules recibía, uno por uno, a todos los que acudían para cumplir su deseo.
Entre los primeros en llegar destacaba una mujer bellísima.
En cuanto Hercules la vio quedó prendado de su porte y belleza.
“Mi nombre es Crunia”, dijo ella, y a él aquel nombre le pareció ideal
para bautizar la ciudad de sus sueños.
Tiempo después, cuando la Torre
acabó de ser construida,
Hercules ordenó fabricar un gran espejo
para colocarlo sobre ella.
Deseaba que en él se reflejaran el mar
y las naves durante el día y las estrellas
por la noche y poder contemplarlas en
compañía de su amada Crunia.
Ya asentada la ciudad, Hercules ordenó encender sobre la Torre
una espectacular llama.
Cada noche era alimentada con grasa de animales, para que fuese vista
desde todos los hogares de la naciente ciudad como el símbolo de su libertad
y el espíritu vivo de su tolerancia.
Y así fue. A la sombra de aquella Torre, llamada de Hércules, y a la luz de su llama,
vive desde entonces una ciudad libre y tolerante.
Una ciudad fiel a los sueños e ideales de su fundador. Una ciudad cuyo nombre,
nacido del amor, conserva el recuerdo de su primera mujer:

CRUNIA

Hércules y Crunia
José Antonio Abad y David Pintor
Fondo Infantil de la Biblioteca Miguel González Garcés