miércoles, 27 de julio de 2011

más que mirarse (XX)

Se sentó en el suelo frente al sofá, abrazándose las rodillas. Permaneció así mucho rato. Observarle dormido, la cabeza ladeada sobre el cojín, la camiseta arrugada y enrollada sobre el vientre, el pantalón desabrochado, le inspiraba una benéfica sensación de paz y ternura. Habían disfrutado mucho de la comida, saboreado una magnífica botella de Ramón Bilbao del 2006, se habían reído y avanzado en el camino recíproco de la confianza y la complicidad. En la conversación salió a relucir la admiración compartida por Aristarain, destriparon y analizaron Un lugar en el mundo, regalándose mutuamente puntos de vista y perspectivas nuevas, y decidieron acompañar el café y el cigarro con Lugares Comunes. Pero a Rafa le venció el sueño antes de la mitad de la película y se acomodó en el sofá, dejándose llevar a la modorra total por los dedos de Esther, que acariciaban su cabello con estudiado esmero.
Y ahora le observaba sin poder evitar sentirse profundamente agradecida.
 En los últimos meses, la lectura de los diarios de Charo formaba parte de sus días y de sus rutinas, formaba parte de ella misma, por eso no le escapaba la analogía evidente de su amor y el amor de ella y Juan hace treinta años esto hubiera sido posible…habríamos naufragado en el mismo mar negro y furioso en el que zozobraron ellos… Miraba a ese hombre cuyas miradas y caricias le nutrían la piel y el alma, sin cuya presencia no existiría la alegría y la bonanza, y no podía evitar pensar que a ellos nadie les miraría con desprecio al salir del ascensor, nadie les haría irrespirable ir a trabajar, a pasear, a la compra…y qué injusto…qué injusto resultaba, si al fin y al cabo no hacían otra cosa que quererse, igual que Charo, igual que Juan…
Esther pensó también que ese regalo maravilloso, esa tarde de julio en la que el sol y el calor se filtraban por los ventanales de la galería de su salón, que invitaban a la calma y al placer, o al placer y a la calma, daba igual el orden, eran todo lo que necesitaba, todo lo que quería.
La ternura finalmente la venció. Se acercó a Rafa y, subiéndole la camiseta, comenzó a esparcir docenas de besos por su torso, su cuello, sus ojos y orejas, sus mejillas y labios…Él comenzó a sonreír desde la inconsciencia de su sueño demorado, claramente incapaz aún de dilucidar qué formaba parte del sueño y qué venía del exterior de ese baluarte. Tras unos minutos deliciosos y largos comprendió al fin. Aferró su nuca con fuerza, introduciendo sus largos dedos de artista en su pelo y transformó los besos rápidos en otro mucho más largo, un beso que no era sólo labios, que era dientes y era lengua y era saliva. Cuando ella percibió su excitación, que se erguía explícita y salvaje en el bulto de su pantalón, se puso de pie, se quitó las bragas y las desechó, junto con los pantalones y el calzoncillo de Rafa a un lado del sofá, en el suelo. Recogió con una mano la liviana tela de su vestido de algodón y se sentó encima de él, desprendiendo los tirantes del cuerpo para que él  pudiera ver y acariciar sus pechos. Comenzó a moverse muy despacio primero, hasta que los susurros y las respiraciones llegaron a más, se convirtieron en gemidos, en jadeos descontrolados, en más dientes y más saliva, en muchas lenguas y labios, y caricias y calor y humedad. Cuando comprendió que ambos estaban cerca del final, redobló sus esfuerzos, apoyando un pie en el suelo y otro en el sofá, una posición para entrar y salir del cuerpo de él totalmente, profundamente, mientras las manos de Rafa aferraban sus nalgas con fuerza, ayudándola y sosteniéndola. Se corrieron juntos, extasiados, agotados, maravillados de su propio placer.
Luego Esther salió de su cuerpo y se desplomó en su pecho, dónde, abrazándole la cintura, se dejó acariciar y besar el cabello hasta que ella misma se sumergió en un grato sopor.
Cuando despertaron las sombras del atardecer dibujaban extraños claroscuros en los muebles y las paredes. Rafa acercó una manta y encendió dos cigarrillos.
 Y entonces por fin pudo hablarle de quién era ella.
 Del significado de ese mueble de otro siglo en su salón. De las fotos que habitaban sus estantes y los muros de su morada. De esa mujer guapa y serena, que sonreía a la cámara con timidez, como si fuese totalmente inocente de su belleza, como si no conociese la turbación que producía su cabello rubio, sus ojos claros, su sonrisa perfecta, su cintura mínima. De esa pareja joven y apuesta, un hombre fuerte y satisfecho que sostenía con un brazo a una niña confiada y feliz, aún feliz y confiada, y con otro el otro brazo aferraba la cintura de una mujer hermosa, de muslos contundentes y hombros bronceados y rotundos, que no parecía menos confiada ni menos feliz que la niña, mientras atusaba despreocupada su cabello negro como el carbón y sonreía con los ojos. Y también le habló de Juan Solís, que no aparecía en ninguna foto, que en los últimos veinte años había sido poco más que un fantasma, pero que sin embargo estaba allí también, se desgajaba, se licuaba , se desprendía de los ojos tristes de la mujer rubia en esa foto ves esa de ahí, esa nos la hicieron en la Batalla de las Flores, ahí tenía que hacer muy poco que él había muerto…y también esa otra en la que agachada, apretaba contra su pecho el cuerpecillo de la niña morena que ya no parecía confiada, ni parecía feliz, y la mujer ya ni miraba a la cámara, miraba al horizonte, miraba más allá del fotógrafo y de los grupos de gente que se adivinaban alrededor de ellas, como si, en medio de la romería, hubiera distinguido de pronto una silueta familiar, alguien que se parecía a él.

Rafa la escuchó en silencio mucho rato, horas tal vez, absolutamente absorbido por la historia magnífica, de dolor, de amor, de vida,  que esa mujer que era su amante y su afán, su alegría y sus ganas de vivir, iba desgranando para él con asombrosa maestría. No parecía escoger las  palabras, ni haber ensayado los tonos, las pausas, los énfasis ni los silencios intercalados, pero las palabras no podrían ser más escogidas, los énfasis más apropiados, los silencios más propicios. Se debatía, admirado y maravillado, entre la atención que requería el relato y el hallazgo manifiesto de que esa mujer que era su afán y  su alegría y sus ganas de vivir, era además, una excelente contadora de historias, tan mágica y sublime, tan natural y entregada, que ni ella misma parecía consciente de su don. No se atrevía a hablar, prácticamente ni a moverse, estaba absolutamente atrapado, tenía miedo de que se rompiera el hilo y la alquimia de ella, tenía miedo de que ese momento terminase. Por ello, cuándo notaba que en un punto determinado del relato, Esther se emocionaba o un silencio se alargaba más que el anterior, la animaba a continuar con una suave caricia en su mejilla o un beso fugaz.
 Porque Rafael Martínez se estaba dando cuenta de la trascendencia extraordinaria de ese momento en el que, además de en su amante, su afán, su alegría y sus ganas de vivir, Esther Fernández Navarro se estaba convirtiendo en su compañera.

viernes, 22 de julio de 2011

más que mirarse (XIX)

Yo nunca había creído en la predeterminación, en eso que llaman destino o fado. Nunca lo había hecho, ni en su concepción estrictamente filosófica, calvinista, ni en sus múltiples y arraigadas raíces populares, como cuándo oía a mis amigas decir aquello de estaba para tiel destino me condujo a esto o aquello…No comentaba nada, sólo sonreía, pero interiormente pensaba “esto” no es más que el resultado de tus acciones, lo que tú te has forjado. Dejar los resultados y las respuestas en manos del destino, no sólo se me antojaba una manera infantil de ver la vida, sino también la cobardía infame de no asumir las consecuencias de los propios actos. Detrás de esta concepción de la existencia, llámese Dios o destino, estaba el afán de vivir al cobijo del paternalismo, de la dependencia, de no ser responsable de la propia vida. Por supuesto admitía el peso del azar, la coordenada desconocida, el decimal que rompía la perfección del número redondo, la imposibilidad humana de calcular todas las ecuaciones. Pero no pasaba de ahí, de la consciencia de saber que un coche podría matarme al cruzar una calle, que una maceta, empujada sin intención por el codo de una señora que limpiaba los cristales, podía romperme el cráneo. Eso, azar, posibilidades no barajadas. Un hecho muy distinto era imaginar la existencia de un ser todopoderoso, que desde un lugar incorpóreo, mataba su aburrimiento y su soledad de ídolo manejando con pericia los hilos de millones y millones de marionetas infelices, inconscientes de su propia nimiedad. Esa idea sí que me aterraba. Además, desde muy pequeña empecé a cuestionarme racionalmente todos los preceptos inamovibles de la religión. Vírgenes que parían hijos. Señores que caminaban sobre las aguas, que creaban el mundo a partir de la nada, que multiplicaban con sus dedos panes y peces, devolvían la vista a los ciegos y resucitaban tres días después de una muerte terrorífica y atroz. Todos estos hechos desafiaban descaradamente los principios de la física y de la ciencia, así que por fuerza tenían que ser un cuento chino, un mito, una leyenda. Así que prefería la responsabilidad desnuda y despiadada de ser la única responsable de mis acciones. Aún así envidiaba la fe, ese regalo, ese jergón que permitía a tantos vivir sin la aterradora certeza de la nada que proseguía al cajón de madera. Envidiaba la tranquilidad de poder existir pensando que realmente lo que me ocurría ya estaba escrito, y que por tanto no era responsabilidad mía.

Cuando llegué a la vida de Charo, ella necesitaba desesperadamente una hija. Yo necesitaba desesperadamente una madre. Y aún así, la muerte que sorprendió a mis padres en una noche de lluvia torrencial, de oscuridad y presagios, la curva que mi padre no pudo sortear, seguía siendo azar, ruptura del número perfecto. Actos involuntarios y consecuencias, pero actos al fin y al cabo.

Incluso para un ateo la Navidad es una época desestabilizadora y temible. Charo siempre empezaba a acusar un nerviosismo palpable y desasosegante desde principios de diciembre. Yo recordaba sus esfuerzos y su entusiasmo al preparar la navidad para los niños del colegio, como recorríamos incansables papelerías y jugueterías. Salíamos temprano por la tarde, después de comer hija nos vamos ya que luego enseguida se nos echa la noche encima y con el frío que hace te me vas a constipar. Aunque ella siempre era dueña de una mirada dulce, de una sonrisa cálida, de una actitud y un lenguaje corporal que transmitían tranquilidad y paz en oleadas generosas y plácidas, yo notaba como en aquellas tardes, al poco rato de caminar calle Real arriba y abajo, su expresión de iba endureciendo, como las luces y las músicas ñoñas y repetitivas, cansinas, le ensombrecían el alma. Cuando llegábamos a casa, heladas y exhaustas después de horas de esquivar multitudes poseídas por un insaciable afán de comprar, elegir, desechar regalos, ropas, juguetes, ella preparaba una merendola de chocolate caliente y galletas y por fin podíamos retomar nuestro íntimo universo de armonía y sosiego, mientras sentadas frente a la enorme mesa de la cocina recortábamos, dibujábamos, pegábamos, preparábamos las bases de vistosos y alegres murales que sus alumnos completarían al día siguiente en el aula. Luego, antes de cenar, llenaba la bañera de agua caliente, con olor a rosas y me lavaba el cabello con esmero, con masajes rítmicos y placenteros que te acaricien el pelo con ternura es uno de los mayores placeres de esta vida hija…
Después de cenar nos acostábamos en mi cama, casi siempre temprano y Charo me leía en voz queda y narcotizante, libros maravillosos, historias que han formado parte de mi vida como los fundamentos más arraigados y mágicos que puedan existir Las mil y una noches, Cuentos por teléfono, Corazón, Mujercitas, El Rey Lear, El Mercader de Venecia…Se quedaba conmigo cantándome y acariciando mi cabeza hasta que estaba totalmente segura de dejarme tranquila y feliz, apaciblemente instalada en un sueño lleno de fantasías.
Pero yo sabía, con esa intuición sabia e inefable de los niños, que esas fechas no le gustaban, que con sumo placer barrería del calendario los días navideños y saltaría con alegría a la actividad incesante e irreflexiva de los días de enero.

Navidad, 1975

Juan ha vuelto hace un rato con un regalo para mí. Un disco de Sinatra y una edición inédita en España de poemas de César Vallejo. Le he dicho que faltan todavía unos días para Nochebuena, y me ha mirado y sonreído sin decir nada.
Esta mañana me ha llamado el director a su despacho y con esmerada cortesía y dificultad me ha comunicado que el cuerpo de profesores ha decidido que, “dada mi difícil situación moral” consideraban que no era apropiado que participase este año en las actuaciones y teatrillos navideños del centro, que tal vez sería más tolerable para los padres y compañeros “no sufrir la incomodidad” bla bla…en resumen, que no desean que yo sea vista por aquí. Al salir me he encontrado con El Taciturno por el pasillo. Me ha cogido del brazo y mirado de frente para decirme “señorita Alonso, no permita este linchamiento, pida el traslado, cambie de ciudad…no pararán hasta despedazarla…y sería una pena…hay pocas personas como usted” Se lo agradezco de veras, ese hombre nunca sabrá hasta que punto sus palabras han sido sanadoras para mi alma, aunque en ese instante sólo pude asentir y sonreírle desde mis lágrimas dóciles. La cena de nochebuena, en la que sin duda él estará hundido por la infelicidad que estarán viviendo los niños, me aterra.

Navidad, 1975

Al amanecer me despertaron sus dedos dentro de mí, sus besos en mi pecho. Abrí los ojos. Me miraba con ese brillo abultado y brutal del deseo que tan bien le conozco, pero esta vez había algo más, algo casi indescifrable, pero que me sonó vagamente a redención o disculpa. Fue un amor extraño, demorado, cuajado de palabras no dichas o apenas susurradas…se movía dentro de mi tan lentamente que duraban más sus miradas que sus empujes, sin dejar de observar mis ojos y sostener mi cara. Fue un amor triste, triste como una despedida.
Mucho más tarde, después de alargar la mañana entera entre las sábanas, por fin me pidió perdón, por fin quiso saber qué cómo estaba, cómo estaba yo, qué sentía en medio de la debacle inhumana en la que habían convertido nuestros días. Y también por fin puede hablarle de mi angustia, de mis insomnios, de mis amargas pesadumbres de cada amanecer. De el muro malsano y negro que habían levantado para mi en el colegio, de los desprecios de los vecinos y las miradas cargadas de intención. Por un momento pude verle el antiguo y amado destello de la rabia y la pasión “por dios mi amor…que sea precisamente Begoña, que no podrá usar falda en su vida de lo gastadas que tiene las rodillas de tanto agacharse en los despachos de dirección…que sea ella quien te juzgue…me hierve la sangre Charo…” Siempre es así le dije…siempre es así…no importa quién sea…

Navidad, 1975

He recibido postal y carta de Carol. Me cuenta que el embarazo va bien, pero que Carlos está demasiado tiempo fuera de casa, que tiene miedo porque la situación social está muy revuelta. Cada día aparecen autobuses incendiados, tímidas e indignadas revueltas. Los obreros y los estudiantes se organizan, encabezan, como siempre, como en cada país y en cada intrahistoria, estandartes de vanguardia y de cambio. Y que por detrás, aún bajito, pero cada vez más intimidatorio y amenazante, se deja sentir el ruido de sables, igual que siempre, igual que en cada país y en cada intrahistoria. Carlos intenta procurarle la mansedumbre que conviene a su estado, pero ella le nota preocupado y afligido. Se reúne con sus alumnos y otros compañeros largas horas, nadie habla aún abiertamente de un levantamiento militar, pero todos lo temen.

Navidad, 1975

Según se acerca el veinticuatro, las llamadas desesperadas de Loli se incrementan. Le dice que no importa lo que haya pasado, que ella está dispuesta a perdonarle y olvidar, que vuelva a casa. Ya no titubeo al calificar de despreciable esa manipulación emocional que detesto, que tan íntimamente reconozco. Ya no titubeo al preguntarme dónde…dónde está la dignidad de esa mujer.

Navidad, 1975

Es Nochebuena. Bueno no, es Navidad, son más de las doce. Llegué a casa sobre las seis, después de pasar la tarde comprando regalos para Juan, mi madre y mi hermano. También me acerqué al mercado para poder preparar una cena especial. Las luces, villancicos y alegría de la gente consiguieron contagiarme por unas horas e incluso llegué a pensar que por lo menos estaríamos juntos. Al abrirla, la puerta tropezó con el cuero rígido y raído de su maleta, un silencio áspero me taladró la frente. Lo encontré de  pie en la cocina, fumando y esperándome. Me pareció absurdo someterle a la vulgaridad y los rigores de una despedida melodramática, la visión de su maleta era suficiente, así que sólo asentí levemente. Sin embargo, cuándo le vi ponerse el abrigo y la bufanda, un frío glacial, abominable, me nubló los ojos, el miedo lo cubrió todo de una neblina espesa, implacable. Tuve deseos de gritar, de llorar y suplicar que no me dejara sola, pero sólo acerté a cogerle del brazo cuando ya casi traspasaba el umbral de mi  puerta “no lo hagas mi amor…no lo hagas…no vamos a  saber vivir….lo sabes, ¿no?...no vamos a saber…” Asintió a su vez, como queriéndome decir que sí, que lo sabía.
Y ahora estoy sola. Definitivamente sola.