jueves, 16 de febrero de 2012

más que mirarse (XXX)

         Pero también
            la vida nos sujeta porque precisamente
            no es como la esperábamos.

                                   Jaime Gil de Biedma
        

Llega un momento en nuestras vidas en que se produce un punto de inflexión.
Lo marca algún acontecimiento. Un gran amor. Un hijo. La muerte o la enfermedad de alguien muy querido. Algo o alguien que forma parte fundamental de nuestra estructura vital cambia de posición. En cualquier caso, sabemos que es un punto y aparte, que nada podrá ya ser igual, que nada será lo mismo.
El tiempo modifica su consistencia. Dejamos de ver el futuro como una enorme y espléndida masa de días que nos envía señales luminosas, a las que miramos repletos de esperanza y optimismo. Perdemos el concepto de linealidad, de alguna manera. Empezamos a aceptar que ya no podremos con algunos proyectos, que hay metas que no alcanzaremos, sueños que sólo conservarán el nombre. Sencillamente porque sentimos que ya hemos completado, por lo menos, la mitad del camino. Que ya no habrá tiempo. O ilusión. O energías.
El cuerpo empieza a acusar la devastación del alma.Y dejamos de ser jóvenes y hermosos. La piel comienza a arrugarse, casi imperceptiblemente al principio. Rotundamente poco más tarde. Finísimas hebras blancas surgen tenaces de la fecundidad antes hermosa y poblada de nuestro cabello.
Dejamos atrás la cima de nuestros días y empezamos a descender.
De alguna manera la vida nos seguirá atando.
Tenemos hijos, afectos, trabajos, responsabilidades. Algo o alguien que depende de nosotros.
Y seguiremos adelante. Sin saber muy bien que es adelante. Preguntándonos si realmente es hacia adelante adonde vamos. Si no será más bien que ya sólo vamos hacia atrás.
Así que continuamos firmes en nuestro descenso de la cima. Cada vez con menos luz. Cada vez con más peso sobre los hombros. Pero continuamos.

Yo creo que todo este proceso ya había comenzado a gestarse en Charo cuando comenzó nuestra vida en común. Es muy posible que considerase que todo lo decisorio, todo lo trascendental, lo más  hermoso de su propia historia hubiese sucedido ya. Pero quiso quedarse para ayudarme a mí en el ascenso. Porque sabía que nadie puede hacerlo solo. Que el resultado de la escalada depende de los apoyos que recibamos en cuantos años fundamentales. Unos pocos años en los que todo los que nos enseñen, nos inculquen, nos den, definirán el resultado entre una persona o un mero ser humano.
Tuvo amantes.
No sé cuantos, ni sé exactamente la importancia que tuvieron, porque en sus diarios apenas los menciona. Sólo a Lucas Fernández, un abogado muy conocido de la ciudad al que rechazó como marido media docena de veces,  pero aceptó como amante ocasional una vez él estuvo casado con otra. Por lo que recuerdo de ese señor- falleció unos años antes que ella- solía mirar a mi madre con ojos de cordero camino del sacrificio y no se perdía detalle de cada uno de sus gestos o risas, pero creo que para Charo fue, probablemente, su mejor amigo.
Estuvo también el bibliotecario. Un señor atractivo y serio a más no poder, calculo que unos años más joven que ella. Cuando, allá por mi preadolescencia empezó a colar notitas entre los libros, Charo me las enseñaba entre divertida y sonrojada. Me di cuenta de que las notitas se habían traducido en piel y saliva cuando ese señor empezó a telefonear a nuestra casa y veía a Charo arreglarse y salir a la media hora de atenderle. Hubo algunos más y creo que todos ellos cumplían una función. La no desperdiciar ningún resquicio de juventud o belleza. La de sentir que seguía viva, viva pese a todo. Aunque estuviese ya del otro lado. Aunque fuese de bajada. Aunque nada pudiese ya ser lo mismo.

Creo que para mí, Esther Fernández Navarro, el tiempo de la claudicación ha comenzado ya. No sólo porque de cuando en cuando descubro una finísima hebra de pelo blanco colarse entre la soberbia aún fértil de mi cabello negro, sino porque asumo que a veces el cansancio es más valiente que la voluntad.

Confieso que el futuro, ese ente esquivo y tramposo, ya no me lanza fuegos de artificio,  promesas de perpetuidad y fortuna. Y que ya no le miro llena de optimismo y expectante ante su oferta. Pero sí le miro llena de curiosidad. Ha dejado de ser una curiosidad desaforada y apasionada. Es una curiosidad prudente y desconfiada.


Hace un año tuve que cerrar la librería. Las circunstancias decidieron por mí.
Y con todo, estuve agradecida de tener un empleo fijo al que volver. Sigo sin sentir mi sinfonía la mayor parte de los días, pero de vez en cuando se cuela alguna nota perdida y desmigajada. Tal vez esté volviendo. Tal vez no.

Pero miro a mi hija, dormida en su mini cuna mientras escribo esto y sé que debo quedarme velando su escalada. Habita dentro de mí cierta fuerza tibia y semidormida, que intuyo puede volverse torrencial para salvaguardar su integridad, su seguridad, de modo que no creo que haya guerra o batalla en la que yo no presentase armas por ella. Y tal vez ese sea finalmente el sentido de la vida, perpetuar eternamente la escalada y el descenso, la mitad del tiempo de un lado, la otra mitad, del otro. Porque a ella le quedan amistades que forjar, metas que  alcanzar, amores, amantes. Y de mi depende que cuente con los arneses y las cuerdas adecuados para vivir cada amistad, cada meta, cada amor, cada amante como yo los he vivido, con la alegría y la satisfacción íntimas de saber que cada minuto es único, que cada persona es un hallazgo, que cada peldaño es una bendición. Y todo ello para que, llegado el tiempo de la claudicación, pueda confesar, sin dudas ni ambages, que ha vivido.





No volveré a ser joven

Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.

"Poemas póstumos" 1968