jueves, 18 de agosto de 2011

más que mirarse (XXII)


Cuándo llegó allí en el verano de 1976 la casa estaba en un estado lamentable.
Era una construcción anodina desde el punto de vista arquitectónico, un ejemplo rotundo de feísmo. Todo cemento, ladrillo y pintura blanca. Vista desde cierta distancia, semejaba una caja de zapatos, estrecha y alta. Estaba literalmente dividida en dos mitades. En la mitad derecha, el aula de los niños más pequeños de la aldea ocupaba todo el piso de abajo. Un encerado amplio cubría toda la pared frontal. El resto del mobiliario era muy parco, los consabidos pupitres y sillas y un armario escueto. Eso sí, resultaba más amplia y acogedora de lo que su presencia externa prometía. Una escalera vulgar, de terrazo, comunicaba la planta baja con la vivienda del maestro, en el piso superior. La mitad izquierda era exactamente igual, abajo el aula de los mayores, arriba otra vivienda.
Yo no la había visto nunca por dentro. Cuando Charo me llevó allí, muchos años después, las escuelas unitarias ya habían desaparecido en España bastante tiempo atrás, pero las dos espiábamos ávidas los despojos desde la sucia y rota cristalera, yo con curiosidad, Charo con nostalgia ves…aún quedan restos de murales y dibujos…dios mío…cuánto frío he pasado yo entre estas paredes…yo coloqué allí una estantería para los cuentos, la pagué de mi propio bolsillo…ya no está…claro…hace tantos años… La visitamos varias veces, repartidas entre finales de los noventa y principios de década. Ella no dejaba de asombrarse de que una distancia de apenas hora y media en coche desde Coruña, hubiera logrado tantos años antes hacerle sentir como en otro mundo, otro espacio, otro hábitat dónde nadie la conocía ni la juzgaba. Era una aldea mínima, todo verde y bosque, limpieza y oxígeno puro, silencio. A mí siempre me asombraba ese silencio. Habían pasado treinta años, el mundo iba a su velocidad, pero allí podías pasear horas sin oír más que el trino de los pájaros. Estaba muy cerca de la playa de Barizo y de un pequeño pueblo de pescadores.
 Charo me contaba que solía ir allí una vez por semana, normalmente los sábados por la mañana, para surtirse en la tienda de comestibles de lo poco que necesitaba para ella sola, azúcar, tabaco, café, galletas…En la propia tienda estaba el único teléfono público que había en muchos kilómetros a la redonda. Desde allí llamaba a su madre y su hermano. A mis padres. A los pocos amigos que habían demostrado serlo tras la hecatombe. Para una señorita de ciudad, como ella, el cambio tenía que ser devastador o glorioso, pero siempre más que significativo. Me contó miles de cosas de allí a lo largo de su vida. De cómo se había sentido a salvo, querida y respetada. De cómo los padres de sus alumnos, de casas vecinas le llevaban de todo con todo lo que me traían podría haber alimentado a una familia entera, Esther…siempre lo mejor…verduras, frutas, pescado, patatas, conejos, pollos…pero todo natural, no te creas que era como lo que comemos ahora…todo de sus tierras y de sus árboles, de su trabajo…a mi al principio me daba reparo…pero descubrí enseguida que lo que realmente les ofendía era que lo rechazara…era gente amable y generosa y respetaban muchísimo mi trabajo…así me lo demostraban…
Claro que lo que ellos no sabían, lo que yo no sabía, era que Charo estaba huyendo, que había escogido el destino más remoto posible dentro de la provincia, para no ver, para no recordar, para lamerse en silencio las heridas.
 Por eso me costaba entender que una mujer como ella, joven y hermosa, renunciase con una calma pasmosa a las diversiones y la vida social de la ciudad, cambiase su entorno de siempre para enterrarse en una aldea perdida. Que en verano siempre vistiese sólo dos o tres vestidos ligeros y en invierno pantalones flojos y gruesos jerséis de lana tejidos por su madre, botas de goma y calcetines gordos. Cuándo me lo contaba nunca acababa de comprender todas mis blusas de seda…mis faldas plisadas y mis abrigos buenos se apolillaron, la humedad en aquella casa era tan atroz que cada semana me encontraba un vestido mohoso, unas botas de piel echadas a perder…me acostumbré a vivir con casi nada, sin vanidad ni presunción…ya ni siquiera me soltaba el pelo…eso sí, fueron un años intelectualmente muy prolíficos…leí muchísimo…escribí muchísimo…eduqué a una generación entera de esa aldea con dedicación absoluta… Ella solía referirse a esa época como “mis años de Jane Eyre”.
 Ahora entiendo por qué, también huía, como Jane, sólo que para ella no habría reencuentro.

Junio 1976
Por fin ha terminado el curso. He ido a trabajar los últimos seis meses como un robot, procurando no pensar, no mirar, no sentir. Tengo confirmado el destino en Mens a partir del próximo curso,  es una escuela unitaria, con mucho trabajo y en condiciones muy humildes, pero ha sido fácil, nadie lo quiere, así que tendré asegurada mi morada durante años. Mi padre insiste a través de mi madre para que vuelva a casa. Le he contestado que no la volveré a pisar mientras él viva. El sábado por la noche llamaron al timbre y era Raúl. La amnistía posterior a la muerte de Franco le ha salvado la vida y la libertad. Laura ya no está con él. No han podido superar el dolor y la pérdida del bebé. Me contó que Juan se marcha también de la ciudad, que ha aceptado un destino cerca de Santiago, que se muda con su familia. Que lo ha encontrado visiblemente más delgado y destrozado. No he querido saber más. Esta mañana se me ha acercado Delia, una niña especialmente sensible y aplicada que siempre me ha gustado y me ha dicho “Doña Charo, ¿es cierto que se marcha?” le he contestado que sí, me ha mirado” mi mamá dice que usted es mala y que mejor que se marche”  esto último me lo dijo llorando la pobrecilla, así que me he agachado y le he preguntado “¿ y tú que piensas cielo?” ….” Yo creo que no es cierto y que la voy a echar mucho de menos” Le he dicho que eso es lo que importa, lo que ella crea.
Por lo demás, pienso en él cada día, cada minuto, cada segundo. Lo amo, lo odio, lo necesito, lo añoro, lo desprecio…todo y nada a la vez. No tengo nada.
Junio 1976
Carta de Carol. La niña, con apenas dos meses, duerme o está en su pecho todo el día. Me cuenta que tiene mucho miedo, que tras el levantamiento militar de marzo han detenido a algunos conocidos de Carlos, de los que nadie parece tener razón ni noticia. Tiene miedo por él, por ellos, por los tres. Yo también lo tengo.
Puedo ocupar la casa a principios de mes, así que ya estoy metiendo en cajas y maletas todas mis cosas. Aquí no pinto nada. Allí tendré todo el verano para limpiar, pintar, comprar muebles y enseres. Estrenar mi nueva vida de ermitaña.
Pedro viene conmigo para llevar mis cosas y ayudarme a instalarme.

Julio 1976
La casa es desapacible y fría, aún en verano. Las ventanas son de madera y se filtran las corrientes aún estando cerradas. Eso sí, es bastante grande. Tiene una cocina amplia, con una cocina de hierro, cuatro habitaciones y un salón. Mi hermano se quedó conmigo una semana entera. Una vez inspeccionada, volvimos a la ciudad y compramos una cama grande, unos sofás de piel color camelº, una mesa para la cocina y otra para el salón. Todo de segunda mano, sólo el colchón es nuevo. El resto de los ahorros se me han ido en abastecerme de colchas, sábanas, toallas, telas vistosas para cortinas y menaje. Pedro les dio una cantidad considerable para que me lo trajesen todo al día siguiente.
He pasado días enteros limpiando, blanqueando paredes y baños, cosiendo cortinas. Esta mañana me he levantado temprano y he hecho café. A través de la ventana de la cocina sólo se ve verde y más verde, salpicado de escasas construcciones de piedra y hasta un castillo. Parece un cuento. He pensado que a él le gustaría.
Ah, hay ratones.



viernes, 5 de agosto de 2011

más que mirarse (XXI)

Clara Martínez Santiso se sintió perdida durante largos meses.
Hasta aquel momento su vida había sido fácil. El universo se reducía a su padre, su madre, sus abuelos y la gente del colegio. Los últimos elementos eran periféricos. Sus padres, su casa, eran el centro, el sol, la vida. Clara no había convivido con otras familias, así que para ella era normal que su madre durmiera en una habitación y su padre en el sofá. Siempre había sido así, así que por fuerza tenía que ser normal.
Lo que no era normal era que su  padre no estuviese cada mañana en el sofá, que sus cosas no poblaran armarios y estantes, que su cepillo de dientes no compartiese vaso en el baño con el de su madre y el suyo propio. Eso sí que la inquietaba y desconcertaba.
Eso y el hecho de que en aquella guerra silenciosa no había malos, nadie a quien culpar, un madrastra malvada, un brujo despiadado, como en los cuentos que su padre le leía cada noche. Una figura negativa y absolutamente culpable de todos los males, un  personaje cuya muerte o desaparición devolviera la paz y la armonía y reestableciera el orden en su universo. En este cuento todos eran buenos, todos eran amables, todos necesarios. Y todos sufrían, y se hacían daño sin querer, que era el daño más tonto que se puede hacer, pensaba Clara.

Para Clara Martínez Santiso el Universo se había resquebrajado una tarde de Marzo.

Jugaba en el patio del colegio con sus compañeros, tras salir del comedor, cuándo sintió una alegría inmensa al ver a papá y a mamá esperándola en la puerta. Normalmente siempre venía uno de los dos, pero ese día estaban allí juntos, sonriéndole desde el portón de hierro. Corrió a por su mochila y sus cosas mientras pensaba que eso sólo podía significar que se iban los tres a merendar al burguer, o a comprar ropa para ella, o al cine. Pero papá le dijo que no, que iban al parque de Santa Margarita, para sentarse los tres en la hierba y hablar. Por el camino, papá procuraba hacerla reír, con juegos y cosquillas, pero Clara se dio cuenta de que todo el rato miraba a mamá con preocupación, y que ella sonreía con esfuerzo, pero tenía cara de pena y parecía a punto de echarse a llorar todo el tiempo. Aún así, mamá no lloró.
 No lloró mientras le explicaba cosas extrañísimas, como que a partir de ese día papá no iba a dormir más en casa, que se iba a mudar a otra casita muy chula, en la que ella podría estrenar una habitación nueva preciosa, con esa camita azul del Ikea, con mesita y armario a juego, que a ella tanto le fascinaba cuando observaba embobada la exposición. Que todo iba a ser mucho mejor, porque así tendría dos casas, con doble de juguetes, doble ropa, doble de todo. Que pasaría fines de semana enteros en su habitación nueva. Que podría ver a papá todos los días, siempre que quisiese, en cualquier momento, a cualquier hora del día o de la noche.
 Pero a pesar de sus padres le estaban contando una historia en la que todo parecían ventajas, Clara Martínez Santiso percibió que éste cuento no era como los de los libros. Que sus padres se esforzaban por sonreír y parecer relajados, pero ella los conocía bien, muy bien, y sabía que por fuerza aquel cuento, aunque no tuviese brujos ni madrastras malvadas, ni monstruos, tenía un lado siniestro y peligroso, que papá y mamá intentaban que ella no viese, como cuando pasaban escenas de alguna película o se saltaban algunas páginas de ciertos cuentos.
 Clara escuchó y escuchó mira cielo, papá y mamá se quieren mucho, muchísimo…pero para ser más felices los tres, papá tiene que vivir en su propia casa…lo entiendes, ¿verdad cielo?....pero Clara no entendía. No entendía nada. Sólo sabía que ella no iba a ser más feliz así, que no le importaba tener otra habitación, aunque fuese la azul del Ikea, que ella era feliz teniendo a papá en casa todo el rato, que si para verle tenía que llamarle, aunque fuese a cualquier hora del día o de la noche, era porque no iba a estar cerca de ella.
Aquella noche Clara Martínez Santiso durmió mal. Una pesadilla en la que vagaba perdida en un cielo negro y sin estrellas, atrapada en lo alto de una cama azul de la que no podía bajarse sin caer al vacío, la atormentó y la escupió a la realidad de su habitación de siempre, de su cama blanca y rosa, empapada en sudor y llorando desconsolada.
 Mamá apareció corriendo por el pasillo, le besó en la frente y en la cara, y en el pelo y le cambió el camisón por uno seco, y le dijo mil veces muy bajito no pasa nada mi niña preciosa no pasa nada todo está bien…se acostó con ella y la abrazó mucho rato. Pero cuando pensó que ya se había dormido, Clara sintió en su nuca las lágrimas tristes y húmedas, los sollozos contenidos y silenciosos de mamá, y como su cuerpo temblaba y se convulsionaba con una violencia sorda y reprimida, que a Clara le llenó el corazón de miedo y angustia.
La tarde siguiente era la abuela Mari la que estaba esperándola en el portón del colegio.
Se la llevó al parque y a merendar chocolate con churros. A Clara, que era una niña, pero no era tonta, no se le pasó por alto que la abuela Mari estaba triste y nerviosa, igual que mamá y papá, y que le acariciaba el pelo y se la quedaba mirando mucho rato, sin llorar, ella tampoco lloraba, pero con los ojos líquidos y bajos. Ya era de noche cuándo sonó el móvil de la abuela y ella dijo es mamá y hablaron un ratito como en susurros, pero Clara oía igual ¿ya está?...bueno hija…tranquila…procura serenarte…en media hora estamos ahí…
Al abrir la puerta, mamá la esperaba con los brazos abiertos, pero Clara Martínez Santiso, que era una niña, pero no era tonta, se zafó de su abrazo y corrió por la casa para comprobar lo que ya sabía. Que el ordenador de papá ya no estaba en la mesa de la sala. Que su armario estaba vacío. Que sus calcetines ya no estaban en el cajón. Que la mitad de la estantería de la sala lucía deshabitada, polvorienta y desolada, sin sus libros ni sus discos.
Cuándo hubo comprobado cada cajón, cada mueble, cada estante, por fin cesó su frenética carrera por la casa y pudo sentarse en el sofá. Mamá y la abuela la miraban de pie, con gesto alarmado, incapaces de moverse o de hablar, sin duda esperando su reacción. Pero Clara no tuvo ninguna reacción. Al menos ninguna visible. Simplemente se quedó allí sentada e inició un mutismo glacial, un mutismo y una ausencia total de emociones que duraría días, que duraría semanas.

Al tiempo que el estupor inicial iba dejando paso a una tranquilidad asentada, a una asimilación firme, Clara Martínez, que era una niña, pero que no era tonta, comprendió, con esa intuición sabia y práctica de los niños, que la nueva situación le favorecía en muchos aspectos.
Por ejemplo, todo el mundo la consentía mucho más que antes. Los abuelos no se negaban a comprarle ningún capricho, no tenía que insistirle a mamá más de cinco minutos para cenar hamburguesas o pizza, en lugar de la crema de verduras que detestaba profundamente. Los fines de semana que pasaba con papá eran una fiesta continua de cine, palomitas, videoconsolas, juegos agotadores y felices, tirados en la alfombra, y siempre volvía a casa el domingo por la noche con algún juguete nuevo o una camiseta, o un neceser de Bob Esponja. Todo el mundo se esforzaba por atenderla, estaban pendientes del más insignificante de sus estados de ánimo. Incluso los primeros días en los que papá no había estado en casa, Clara no sabía por qué, pero se olvidaba de comer, se olvidaba de ir al baño. En varias ocasiones había mojado la braguita y el pantalón en el colegio sin ni siquiera darse cuenta, hasta que la vergüenza de la mancha en su entrepierna la llevaba a tirar temerosa de la manga de Sonia, la cuidadora del patio, que inmediatamente se ponía en marcha, cogiéndola en brazos, dándole muchos besos, cambiándole el pantalón por un chándal viejo de otro niño, que se había quedado olvidado en el cajón de objetos perdidos. Luego hablaba con papá o con mamá, con el que fuera a buscarla ese día y le explicaba todo en voz muy bajita, para que los demás niños y padres no se enterasen de nada. Y mamá y papá, lejos de enfadarse, volvían a cubrirla de besos no te preocupes princesa, ahora mismo vamos a casa y te pones una faldita chula, la roja cortita, o la de volantes, tú no te preocupes, eh?...aquí no ha pasado nada…
Los sábados por la mañana empezó a ir con papá a una librería chulísima, pero chulísima, dónde papá le dejaba mirar los libros de cuentos mucho rato mientras él hablaba con la dueña, que era una chica muy guapa, no tanto como mamá, pero tenía una sonrisa amable y un pelo negro precioso y siempre le regalaba globos y caramelos, chuches o rotuladores de Dora Exploradora.

Todo volvió a ser fácil y fluido hasta que un mediodía que no se quedó al comedor y mamá la recogió para comer en casa. Pasaron por delante de la librería y desde fuera vieron a papá en el mostrador y mamá dijo anda, Clara, mira quién está ahí, es papá , vamos a saludarle… y entonces entraron , y papá , que no las había visto venir, tenía la mano de la chica morena de las chuches cogida entre las suyas, y al darse la vuelta y verlas, dudó un segundo, y Clara lo vio, y su madre lo vio, que papá se había quedado muy sorprendido y durante una milésima de segundo casi suelta la mano de la chica de los globos, pero se recompuso enseguida y a pesar de haber dudado, porque Clara sabía que había dudado, finalmente no soltó la mano de la chica de los rotuladores y dijo hola guapas!! Qué sorpresa!!  Y después sí la soltó y abrazó a Clara, pero dijo Isa, te presento a Esther, Esther, ésta es Isabel…y a Clara ya la conoces…mamá y la chica de los cuentos se sonrieron y se dieron dos besos y se dijeron encantada…pero mamá se quiso ir enseguida e hicieron el resto del camino muy aprisa, mamá caminaba muy seria mirando al frente y parecía no acordarse de que llevaba a Clara de la mano.

Y luego, por la noche, mientras miraba la tele, la oyó hablar por teléfono en la cocina con Paula, que era su mejor amiga. Mamá tenía voz llorosa y decía no sé tía, la verdad es que me ha sentado como el culo…sí…sí…ya lo sé….sí….es normal...pero no sé…no sé si me da celos o envidia… luego acostó a Clara y le leyó un cuento, como siempre, pero por la noche se despertó y oyó a mamá llorando bajito en el salón.

Y Clara Martínez, que era una niña, pero que no era tonta, pensó que este cuento al fin y al cabo, no era tan distinto de los otros que le leía papá, y que finalmente sí había un brujo despiadado, que parecía bueno, pero en realidad hacía trampas, y que no la quería tanto como decía. Y una madrastra malvada que al principio regalaba chuches y libros, y rotuladores de Dora la Exploradora, pero que al final la pondría a fregar suelos y la obligaría a vestir harapos.