jueves, 6 de octubre de 2011

más que mirarse (XXV)

-         no sé Rafa…la verdad es que me da un poco de miedo…los niños a esta edad son tan impresionables…al mismo tiempo me muero de ganas de conocerla…
-          le vas a encantar…estoy seguro

Estaban desnudos sobre la cama. Esther miraba al techo y le acariciaba el pelo despreocupadamente, mientras él besaba su pecho y deslizaba un dedo sobre su vientre de arriba abajo con parsimonia.
Hacía días que Rafa había planteado el tema de que conociese a Clara. Esther se moría de curiosidad por la niña. Deseaba reconocer en ella rasgos y cosas del hombre que amaba, sin el que difícilmente podía imaginarse ya la vida. Por lo mismo era consciente de la importancia de formar parte de la vida de Clara. No era por ella misma. Se sentía segura de sus ganas de quererla e incorporarla a sus rutinas. Era por Clara. La niña ya había pasado bastante en poco tiempo, sería lógico que no la mirase con buenos ojos, que le tuviera desconfianza o celos.

Rafa se incorporó hasta tocar sus labios con la
 boca y le sonrió con ese bendito brillo que siempre le infundía bienestar y seguridad, esa calma que parecía decirle sin palabras no va a pasar nada malo, no ves que estoy aquí contigo?... Sin dejar de mirarla a los ojos separó sus piernas y entró en ella con facilidad, la hizo rodar sobre el colchón hasta que quedaron de lado en el centro de la cama y subieron al cielo juntos sin hablar y sin separar ni un instante sus pupilas ni sus bocas.

En la ciudad se respiraba el  llamado veranillo de San Miguel, que le estaba permitiendo a todo el mundo disfrutar de días y noches agradables y secos, con temperaturas más que inusuales para esa época del año. Así que decidieron salir a cenar a un restaurante italiano cerca de la dársena, para después pasear por el puerto y los jardines.
A pesar de toda la intimidad compartida, seguían yendo a dormir cada uno a su casa la mayor parte de las noches. Pero esa en concreto, Esther le habló de la idea que le rondaba en la cabeza hacía tiempo de mudarse al piso de Orillamar, aunque, le dijo, le daba un poco de miedo estar allí sola. Enseguida se arrepintió, tuvo miedo de que el considerase el comentario como una invitación. Pero Rafa, que tenía el poder de adivinarla, de anticiparse a sus pensamientos y deseos, adivinó también su falta de certezas y se limitó a mirarla muy serio primero unos segundos, para tranquilizarla enseguida con besos y sonrisas. Le estaba diciendo como tú quieras, cuando tú quieras…y ello lo supo.
Tal vez eso era lo que más maravillada la tenía, esa confianza, ese territorio común que compartían aún cuando no estaban juntos, esa capacidad innata que habían desarrollado de adivinarse mutuamente los estados de ánimo, de saber, por el tono de voz, por las palabras utilizadas, por nada en concreto, las necesidades del otro. Ese hombre parecía un prestidigitador, sabía alejarse y dejarle espacio cuando lo necesitaba y volver a ella en el momento preciso. Siempre respetaba las treguas y los espacios íntimos. Y eso era, sencillamente, genial.

Aunque era sábado, Clara Martínez se levantó temprano.
Había pasado mala noche, inquieta y ansiosa. Aunque mamá había hablado con ella la noche anterior, intentado tranquilizarla, decirle que no pasaba nada, que sólo iba a comer y a pasear con papá y con su amiga, no estaba segura de querer hacerlo, aunque sentía curiosidad por esa chica y la necesidad de medirse con ella, poner a prueba el amor de su padre. Lo que no le hacía ninguna gracia era el temor de que la situación se repitiese cada fin de semana que le tocaba estar con papá, que una extraña invadiese su espacio común y privadísimo.
Papá la recogió a las doce en punto, como siempre. Como siempre también estaba guapísimo y olía de maravilla. Como siempre la besó muchas veces y la achuchó contra su cuerpo.
Fueron a comer a telepizza y después a tomar un café a un sitio muy chulo. Lo que más le gustó de Esther fue que no intentó abrazarla, ni acariciarle el pelo, como hacían todas las desconocidas, que se quedaban como hipnotizadas con su maraña rubia y rizada y siempre le sobaban la cabeza. Ella sólo le sonrió y le dio un beso fugaz en la mejilla. También le gustó que en cada mesa que ocupaban, nunca se sentaba al lado de papá, le dejaba la silla a ella y se sentaba enfrente. Tampoco le cogía la mano ni le daba besos ni nada. Se comportaba como si la invitada fuese ella y Clara la protagonista, como siempre, como debía ser. Al final de todo fueron a dar un paseo por la playa y Esther se quedó sentada en la arena mientras ella cogía conchas y hablaba con papá mucho rato. Después papá fue a comprar unos helados y Clara se sentó a su lado.

-         mi mamá se llama Isabel, ¿sabes? …y es guapísima…
-         sí, desde luego que lo es…la vi un día en mi tienda…no sé si lo recuerdas…
-         sí…me acuerdo, ¿la tuya como se llama?
-         se llamaba Carol …y también Charo…es que es un poco complicado…yo tuve dos mamás…
-         ah…qué raro…pues yo sólo quiero a la mía…no quiero tener dos…
-         ya, es normal, es que mi primera mamá no pudo estar conmigo sabes…pero eso no suele pasar a menudo…así que tú siempre tendrás una sola seguro…pero seguro vamos…
Cuando llegó a casa por la noche y mamá le preguntó que tal, respondió muy tranquila que bien, muy bien. Había despejado sus dudas en cuanto a la chica de las chuches. No era una pesada, no la había achuchado ni sobado, ni tampoco a papá, ni una sola vez. Además, parecía tener bastante claro que las madrastras no tenían porque ser malas, de hecho le había contado que la suya era muy buena. Se retocaba muchas veces los labios con crema de cacao y se peinaba la melena con los dedos. También se miraba en los escaparates. Así que Clara dedujo que los harapos no le gustaban nada, ni para ella, ni para los demás. Y también parecía tener claro que la princesa de aquel cuento era Clara. Y no ella.




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