martes, 1 de marzo de 2011

más que mirarse (III)

La ausencia del Deseo la mortificaba constantemente. Era un pensamiento acuciante y obsesivo, y, cuanto más pábulo le daba a ese pensamiento, el Deseo parecía alejarse más  y más. Estaba dilapidando el legado más valioso de Charo, porque sentía miedo de  no volver a sentirlo y culpa por no seguir el mandamiento que ella le había dejado, disfrutar del cuerpo y de la belleza mientras la juventud durase. Su cuerpo parecía muerto, no respondía a estímulo alguno, no comprendía que le sucediese eso a ella, que  nunca había padecido ningún prejuicio y se había masturbado alegremente desde que era preadolescente. Nada. Era un yermo, vacío y marchito. No tenía que ver con la autoestima, de eso estaba casi segura. Se miraba al espejo desnuda y se seguía viendo bella, deseable. Pero todas sus fantasías sexuales, sus lugares comunes en  aquello del auto placer, aquellos que había ido fabulando y creando en su mente a lo largo de años y que reunían los escenarios más variopintos, coches, playas, servicios de restaurantes, probadores, ya no le servían. Empezaba a tocarse con desgana y abandonaba a los pocos minutos. Era inútil. No sentía. Simplemente  no sentía.
Cuándo Ana le contó que había visto a Miguel de la mano de una chica muy mona por el paseo marítimo, ni siquiera sintió celos, deseos de revancha .Nada, no sintió nada. Ana daba muestras de estar más preocupada que ella misma por el tema, y a menudo, cuándo terminaban de comer o cenar y disfrutaban del cigarro y el café de la sobremesa, ella arqueaba las cejas y con mirada reconcentrada le decía “ Bueno… y tú de lo tuyo…qué, cómo vas?”, y ella negaba con la cabeza… , bueno, pues nada, ya llegará nena, decía.
Todo esto se había reflejado en su aspecto y en su cuenta corriente, porque ir de compras, algo que hacía casi semanalmente antes, había dejado de ser un placer. Tenía una nutrida colección de pantalones levis, camisetas de algodón y dos pares de All Star, unos grises, otros azules. Las bragas, todas de algodón, cómodas y caseras. Ya no había en sus cajones culottes con encaje negro, sujetadores seductores, minifaldas, escotes. Nada de eso le interesaba ya. Seguía estando casi permanentemente a dieta, eso sí, porque tenía la mala suerte de pagar con creces cualquier exceso que se permitía.  Envidiaba a Ana, que era pequeña, con un precioso cuerpo esbelto y  proporcionado, y comía como una lima sin que jamás le saliese ni un michelín. Además era rubia y de ojos verdes, y ella sí seguía llevando tacones y pitillos ajustados, por lo que ir a su lado por la calle era una fiesta, no paraban de decirle barbaridades. A ella antes también, aunque su físico era totalmente opuesto al de su amiga, Esther siempre había sido lo que se llama la típica jamona nacional, alta, con un culo generoso  y pechos llenos, aunque firmes y redondos. Charo siempre le decía que se parecía mucho a su madre, y por lo que había podido comprobar en las miles de incursiones que había hecho en los álbumes de fotos de sus padres, era cierto- Carolina, tu madre, tenía el mismo pelo que tú, hija, oscuro y brillante como el carbón, sólo que nunca lo llevó largo, como tú,  y yo le decía que era una pena..y también sonreía con los ojos, igualito que tu mi niña…si es que te veo y me parece tenerla delante otra vez….- y como sentía las lágrimas, calientes y traicioneras, acercase, se levantaba del sofá, se ponía a fregar y cambiaba de tema.
A Miguel le fascinaba su melena, generosa y capeada, y se pasaba ratos larguísimos acariciándole el pelo y le susurraba- nunca te cortes el pelo Esther, por favor, nunca lo hagas- y su piel, también le encantaba, las primeras veces que estuvieron juntos la acariciaba casi con devoción y le decía que ella era lo más suave que había tocado en su vida y que, además, sabía a chocolate. El color de piel, como si viviese en un clima tropical, era lo que más agradecía Esther, porque no tenía que ir al solárium antes de inaugurar la temporada de playa y podía usar faldas o  pantalones cortos desde Abril.
Ahora le daba un poco igual, la verdad, porque regentar una librería no le permitía ir a la playa ni disfrutar de demasiado tiempo libre, y, como además no se podía permitir contratar a nadie y la prensa salía todos los días, su negocio era prácticamente su casa.
Cuándo vio el local, no se lo pensó dos veces. Debía muchos aciertos a sus actos más impulsivos, en cientos de ocasiones a lo largo de su vida habían resultado ser también los más fructíferos, así que confiaba plenamente en su intuición y en su instinto. Miles de veces había diseñado en su mente cómo sería su librería, así que el día que, paseando por la avenida de los Mallos vio el cartel “se vende o alquila”, simplemente llamó, regateó con destreza las condiciones y una semana después, firmó el contrato de arrendamiento. Era un local espacioso, más largo que ancho. Lo mandó pintar de rojo, blanco y gris perla e hizo colocar en el suelo una flamante tarima de roble. En los laterales dispuso enormes expositores acondicionados para cada cosa: revistas, prensa, los maravillosos artículos de papelería, que siempre le habían encantado- bolígrafos de todo tipo y color, lápices, folios, cartulinas, papeles de cartas, diarios- y en el centro, una larguísima mesa, con una  aún más larga alfombra persa debajo, heredada del piso de Charo, y encima todos los libros de exposición, las novedades, vaya. Colocó a los lados y en el centro de la mesa diversos puntos de luz, unas lamparitas de sobremesa de Ikea monísimas que Ana le ayudó a escoger. Al  fondo estaba el mostrador, y detrás de éste, un pequeño espacio íntimo, la cafetera senseo roja y el equipo de música, que sonaba todo el día. Era su hogar.
A veces pensaba si era toda la energía invertida en su negocio la que había espantado el Deseo. A su amiga le resultaba incomprensible, porque ella no decía que no podía vivir sin sexo y, aunque hacía ya cinco años que convivía con Alberto, seguían enrollándose en el sofá, en el suelo de la cocina, con la misma pasión del principio. –Pero a ver- le decía- tu cuando ves un buenorro por la calle no montas películas, por ejemplo?- No, la verdad es que ni siquiera miraba. Además, a Esther nunca la había enamorado el físico, lo que la volvía loca era la inteligencia, la labia, la seguridad en sí mismo de un hombre, lo que su mirada dejaba traslucir. Ya podía un tío tener un físico imponente que, si tenía una mirada bovina, por ejemplo, ella perdía todo el interés. Así que su vida se reducía a levantarse cada mañana a las siete, ducharse, calzarse los vaqueros y correr a abrir la librería, a escasos doscientos metros del apartamento que había alquilado. De camino se compraba un cruasán y nada más llegar al curro encendía la cafetera y desayunaba leyendo la prensa en el portátil y escuchando música. A esa hora, tan temprano, los clientes entraban con cuentagotas, algún periódico, alguna revista…y siempre eran los mismos, Pedro el de la cafetería de al lado, la señora Concha, que venía de dejar a sus nietos en el colegio, el Vicentín …
El Vicentín era el primero siempre, se llevaba el País y algunas mañanas, la revista Rolling Stone. Iba vestido muy formalito y era sumamente serio, Esther aún no había decidido si era tímido o simplemente borde. Ana solía pasarse al  mediodía para comer juntas
-Qué nena, que tal las ventas hoy
-Buff, no muy bien…mira hoy me ha salvado la caja el Vicentín, que se ha llevado una biografía  de Leonardo Da Vinci que cuesta una pasta.
-Vicentín? Se llama así el pobre?
-Noo, boba, es el apodo que le he puesto
-Y eso por qué?
-Joder Ana, por la pinta, no sabes que es un vicentín? …….un tío pulcro, correcto….el primero de la clase..el yerno ideal…….un asco, vamos.
-Ah, eso es un vicentín…no lo sabía
-Pues ahora ya lo sabes, que, nos vamos a comer ¿? Tengo un hambre canina.

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