jueves, 16 de junio de 2011

más que mirarse (XVII)

Una trampa. La vida se les convirtió en una trampa.
 Tal como apuntaba Charo, los actos decididos  y consecuentes de los hombres valientes raras veces se ven recompensados, al revés. Suscitan las envidias y despiertan los odios de los mezquinos, que se afanan en demostrar que si ellos no se atreven no es por que sean cobardes, sino porque son cautos y sensatos. Y ese afán, esa necesidad íntima y baja de no despreciarse a sí mismos les lleva a mentir, entorpecer, no cejar en el empeño de echar por tierra los logros que, de forma no menos íntima y desgarradora, ellos se saben incapaces de alcanzar. Se resisten a reconocer como moralmente superiores a aquellos que, por el mero hecho de existir, de actuar como actúan, de pensar como piensan, los dejan a ellos a la intemperie de sus propias miserias y cobardías. Por eso no lo pueden permitir. No lo van a permitir. De ninguna manera. Es fácil. Una palabra certera lanzada ante un auditorio propicio, así, como quien no quiere la cosa. Un comentario malicioso repetido aquí y allí, aunque no venga a cuento en la conversación. Una mirada de desprecio, sustentada en una pretendida superioridad moral, sin miedo, con la tranquilidad de saber que todo un coro de seres no menos cobardes y mezquinos que ellos mismos los van a secundar, a proteger, a mantener a salvo del juicio despiadado al que todos ellos van a someter al valiente, sin dudar, sin titubear. Porque dudar y titubear, siquiera por un segundo, equivaldría a reconocer lo que íntimamente saben muy bien. Que los despreciables, los injustos, los del comportamiento censurable son ellos mismos. Esto sigue siendo así hoy en día, siempre ha sido así. Pero en la década de los setenta, en un país como éste, todos los mediocres y los cobardes gozaban del escenario ideal para guarecerse.
 Juan y Charo no pudieron disfrutar ya de un solo momento de paz.
 La decisión de él de vivir con ella, lejos de beneficiarla, la acabó de hundir. Trastocó todas las rutinas. Las páginas de sus diarios que narran uno a uno todos los despropósitos sufridos a lo largo de aquella agonía son desgarradoras. Por lo menos lo son para mi, que paso a paso siento ganas de viajar en el tiempo, correr a abrazarla, decirle por dios Charo no te dejes lapidar así, todo esto no tiene sentido alguno, esto es una locura…
Al mes siguiente tuvieron que mudarse de casa y barrio.
Aunque hubieran obviado las miradas estúpidas de sus vecinos, soportado los cuchicheos y las mediocridades, el casero no iba a hacerlo y les comunicó que debían abandonar el piso enseguida.
 Por su hermano le llegó recado fehaciente de su padre de que ella ya no pertenecía a familia alguna y la entrada en su casa para visitar a su madre quedaba absoluta y definitivamente vetada.
 A él lo trasladaron de centro. A ella estuvieron a punto de suspenderla por comportamiento inmoral y escandaloso. De todos sus compañeros, sólo uno, el viejo Ríos, al que apenas prestaban atención cuando estaban todos reunidos en la sala y al que llamaban Ríos el Taciturno, no le retiró el saludo y la palabra. Todos los demás, en una perversa y retorcida campaña orquestada por Begoña, la hostigaron y humillaron hasta que el aire se le volvió irrespirable.
 Unido a todo ello, las llamadas de Loli se producían constantemente, a cualquier hora del día o de la noche, día tras día. Rogaba, suplicaba, se humillaba, amenazaba constantemente con suicidarse, obligaba a los niños, llorosos y prácticamente en estado de histeria, a ponerse al teléfono, a suplicar a su padre que volviese a casa.
Todo ello los fue sumiendo en un estado de tristeza y neurosis crónico, difícilmente salvable. Nadie soporta tantos frentes abiertos. Y ellos lo sabían. Todos lo sabían. Que era cuestión de tiempo. Que tarde o temprano su castigo ejemplar acabaría por destrozarlos y entonces ellos podrían volver a habitar su simple y predecible universo de hipocresías y morales preconcebidas.
Esta neurosis se fue filtrando poco a poco en sus miradas, en sus complicidades diarias, en su colchón, de tal forma que sus caricias y sus encuentros mágicos de antes se transformaban en actos desesperados y delirantes. Se amaban como si esa vez pudiese ser la última. Tal vez no. Pero tal vez sí.
 Empezaron a intuir con una certeza desgarradora que el andamiaje de su amor no se sostendría por sus propios medios compartidos, que las hordas maliciosas que desde abajo lo sacudían despiadadamente podrían hacerlo derrumbarse mañana. O en un mes. O en un año.
 Pero podrían lograrlo.

Octubre de 1975

Se abraza a mi en mitad de la noche y gime, gemidos largos y lastimeros, como surgidos de un amargo torrente interior que no tiene fin. Me destroza su culpa por su familia, me destroza su miedo a perderme. Me destroza mi propio miedo.
Levantarme cada mañana e ir al colegio me hace presa de un pánico insuperable.
Esta mañana, nada más llegar me encontré en el pasillo a Adela, la bedel, que pasaba la fregona y canturreaba. Esta imagen, tan cotidiana, tan normal, me infundió una efímera sensación de optimismo y me atreví a decir, con una sonrisa “buenos días Adela, qué contenta está usted hoy”…levantó la vista, me miró apenas un segundo, fría y desdeñosa y escupió en el suelo. No pude evitar recordar sus vehementes y exageradas muestras de gratitud el año pasado, cuando me negué a cobrarle las clases de apoyo a su nieta…”qué buena es usted, doña Charo, se merece usted el cielo”, me decía. ¿Qué ha cambiado en mí tanto que a ella o a los demás pueda dañarles? Lo cierto es que me costó bastante reprimir las lágrimas y serenarme antes de entrar en la sala de profesores, dónde, como es habitual desde hace tiempo, todos se callaron repentinamente al verme y bajaron la vista a sus diarios o apuntes, algunos como avergonzados, Begoña con una sutil y apenas disimulada sonrisilla cómplice en los labios. Sólo El Taciturno, como cada día, me sonrió ampliamente, mucho más de lo que lo hacía antes “Buenos días, señorita Alonso, siéntese usted y tómese un café”.
Incluso los niños están distintos. Nerviosos, alertas, como si alguien les hubiese dado consignas. Son los más sanos, desde luego, y, pasado un rato conmigo, se relajan y parecen desechar esas consignas por intranscendentes o no creíbles. Lo peor de todo esto es no poder compartirlo con Juan, dejarme consolar o aconsejar por mi compañero. Si le contase algo de todo este hostigamiento le haría aún más daño. No puedo.
Cómo echo de menos a Carol. Si ella estuviese aquí, todo sería más fácil.

Octubre de 1975

Por si todo fuera insuficiente, esta noche han detenido a Raúl y a Laura. Juan ha estado todo el día angustiado. No tiene miedo por los demás. Tiene miedo por ellos. Dice que Raúl se dejaría matar antes de denunciar o dar nombres. Pero ella está embarazada. Por dios, está embarazada, no deja de repetirlo, al tiempo que fuma compulsivamente y se muerde las uñas. Por lo visto la policía llevaba un mes trasladando a cuartelillo a compañeros de la empresa para interrogarlos. Uno de ellos identificó a Raúl en una fotografía. Les dijo que él era quien manipulaba la multicopista y custodiaba las piezas. Ya está. Es difícil que salgan de esto. No lo digo. Juan no lo dice. Pero los dos lo sabemos.

Octubre de 1975

El teléfono ha sonado a las tres y poco de la mañana. Era ella, Loli. Oía entrecortadamente desde la cama retazos del diálogo de Juan…no, Loli, por favor, no te pongas así…claro que les quiero, Loli…esto no tiene nada que ver con ellos…no les digas eso por favor…tú sabes que no es justo…no digas eso mujer…como puedes pensarlo siquiera…tus hijos te necesitan…como puedes decir esas barbaridades…
Fingí que dormía, pero de todas formas sólo entró en la habitación para besarme en la cabeza y coger el paquete de tabaco de la mesilla. El resto de la noche la pasó en el sofá. Las mañanas que se suceden a las noches en las que ella llama, amenazando con el suicidio y describiéndole un paisaje desolador en casa de sus hijos, Juan apenas me mira. Como si sólo con mirarme la culpa le estallara en la cara. No aguanto. No aguanto…y me pregunto día a día ¿dónde está la dignidad de esta mujer?y ¿hasta que punto soy responsable de su locura?

Diciembre de 1975

Sonó otra vez el teléfono de madrugada y me dispuse a otra noche de soledad. Pero no era ella. Era Esperanza. Para avisar a Juan que Laura ha perdido el bebé, por las palizas. Y que los trasladan a los dos a otra prisión, nadie sabe adónde.
Él colgó el teléfono y vi su espalda deslizarse por la pared, hasta que quedó sentado en el suelo mirando las baldosas, vacío, inerte. Así se pasó horas, sin permitirme abrazarlo, consolarlo. Sé que todo esto está reabriendo en su interior heridas muy viejas. Que no es la primera vez que la brutalidad y la injusticia le arrebatan a alguien. Y no puedo hacer nada, nada. Parece estar más allá de todo, de todos, incluida yo misma.


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