viernes, 24 de junio de 2011

más que mirarse (XVIII)

Rafael Martínez hablaba poco. Por eso cuando lo hacía, siempre le escuchaban con atención y respeto. A su madre le encantaba decirlo, siempre, con cualquier pretexto, Rafa es un chico que sabe hacerse respetar ¿verdad?, afirmación a la que seguían invariablemente un coro de asentimientos y afirmaciones sí, desde luego o sí, lo cierto es que su presencia infunde mucho respeto…entonces ella, orgullosa, proseguía, pues siempre ha sido así fíjate, desde bien pequeño, sólo con una mirada lo decía todo…era un niño muy bueno y muy inteligente, con deciros que aprendió a leer con sólo tres añitos…
A él, según iba creciendo, le iba avergonzando más aquel entusiasmo nada disimulado de su madre mamá por favor, déjalo ya…Porque Rafael Martínez además de serio, era tímido, muy tímido, pero su seriedad camuflaba su timidez y la hacía mucho más tolerable. Su seriedad y el mullido colchón que sus padres le habían procurado desde siempre. Porque a Rafa nunca le había faltado de nada, ni atención, ni cariño, ni medios. Era el primero de tres hermanos y su familia, una familia feliz, no se diferenciaba mucho del resto de las familias felices. Su padre era un hombre trabajador y casero, un mecánico excelente, que se había jubilado como jefe de taller en la Mercedes. Su madre era un ama de casa entregada y complaciente, que exhibía con orgullo las fotos de sus vástagos y decía otros van presumiendo por ahí de sus coches y sus chalets…pues yo presumo de mis tres hijos que bien guapos y buenos que me han salido…Eso también era cierto. Sus hermanas, que siempre habían sido unas niñas monas y graciosas, crecieron siendo mujeres guapas. Rafa no era un guapo de revista, pero con su metro ochenta y su esbeltez, su pelo negro levemente ensortijado, que siempre llevaba más bien largo y sus facciones armoniosamente incorrectas, nariz pronunciada, ojos verdes y profundos, resultaba un hombre muy atractivo interesante decía su madre hay que ver lo interesante que pareces cuando te arreglas un poco hijo. Cuando, entrada la adolescencia a Rafa le nació la conciencia de clase, entendió por fin a la perfección el orgullo materno, porque supo que para los pobres, para el proletariado, su prole era su única y esperanzadora riqueza. Rafael Martínez, además, siempre había sido muy responsable. Desde pequeño sacaba las mejores notas, ayudaba a su madre con la compra y cuidaba de sus hermanas, tanto, que incluso una vez se había dejado romper un brazo de un certero balonazo para evitarle el impacto a su  hermana pequeña.
Pero Rafa no hablaba poco porque no tuviera nada que decir. No. Su cabeza era un hervidero de ideas constante, leía incansablemente e incluso sus sueños eran creativos y fantásticos. Producto de tanta y tan temprana lectura, se poblaban de seres mágicos, catástrofes naturales, viajes submarinos…Este chico vale mucho para la música María, mira que aprender él sólo a tocar el bajo…y era cierto, tenía talento innato para la música. A los pocos meses de estrenar su primer bajo, era capaz de reproducir de oído casi cualquier canción. Porque Rafael Martínez, además de jugar al baloncesto estupendamente señora, es un placer ver a su hijo jugando al baloncesto, le decía a sus padres el entrenador, era melómano desde su primera adolescencia y poseía unos dedos prodigiosos, un don innato en el manejo de sus manos que le permitían reproducir en papel, en cartón, con palillos, con una lata…con cualquier cosa, cualquier forma que se le antojase. Este don hacía las delicias de sus hermanas pequeñas, para las que se afanaba en construir exóticas flores de papel charol, hermosas, exuberantes y mágicas. A su madre la conquistaba enseguida cuando había hecho alguna trastada, recuperando del álbum familiar viejos retratos suyos de cuando era joven, que él reproducía fielmente y hasta mejorándola, sacándola más guapa. De esta manera tan artística se hacía perdonar, y le daba una excusa para comprar otro marco. Siempre le gustó el rock y siempre tuvo muy buen criterio para escoger los discos, primero en vinilo, más tarde compactos, que pedía a sus padres como regalo de santo, de cumpleaños o de reyes que barbaridad hijo…siempre pides lo mismo…yo ya no sé dónde vas a meter tanto disco en ese cuarto tan pequeño…Las estanterías de melamina sostenían en precario equilibrio docenas y docenas de tesoros Led Zeppelín, Oasis, Nirvana, Pearl Jam, Black Crowes, Bowie, Bruce…Se apasionó tanto con Tolkien que antes de cumplir los quince ya había leído tres veces la saga completa de El señor de los anillos.
Rafael Martínez hablaba poco. Pero pensaba mucho. Y eso, a la larga jugó en su contra.
Mucho antes de acabar el instituto, su propia lucidez le había causado un dolor tan sordo y prolongado, que le había hecho perder todo sentido práctico. Esto, unido a un temprano desarrollo de la conciencia política, había desbaratado todo entusiasmo. Porque desde muy joven, Rafa sentía como propias las injusticias, los sinsentidos del afán de consumo y poder de medio planeta, mientras el otro medio carecía de lo indispensable para subsistir. Empezó a ver el mundo como un gran teatro, un teatro absurdo y estúpido, en el cuál, como decía Lessing la gran paradoja es que uno trata de ser y a la larga meramente existe. No entendía el juego atroz del capital, consumir, producir, consumir, producir…no conseguía dejar de ver a los adultos como marionetas en manos de un sistema falso y corrupto, condenado al fracaso más estrepitoso por su propia necedad y avaricia. Rafael Martínez, que siempre había sido un chico tan responsable, tan maduro, tan trabajador, se dio cuenta no sólo de que no tenía ni idea de lo que debía hacer con su futuro, sino que cualquier papel que escogiese sería solo eso, un papel, una ficción, más madera para fundir en los hornos de un sistema que se le antojaba claramente injusto y despreciable. Durante un tiempo muy largo la salvación se llamó Amistad. A pesar de su timidez y su seriedad, descubrió que no tenía dificultades para hacer amigos, y que, inmersa en noches de copas y excesos, de compañerismo y gamberradas, su lucidez dolía menos, conseguía atontarla, embotarla, despistarla en medio de caladas de hierba y vapores etílicos. Sus padres empezaron a preocuparse. Pero consiguió que le dejaran en paz un tiempo, gracias a que, casi sin esforzarse, aprobó el COU y la Selectividad, de rentas, eso sí, estudiando como mucho el día antes, eso también, raspado, pero lo logró. Se encontró a si mismo matriculándose en Empresariales, en parte porque su padre decía que es una carrera con salida, sino mira el hijo de Maruja que no tiene ni veinticinco y ya trabaja en un banco…en parte porque era de las pocas carreras que no exigían nota de corte, y a él, todos los excesos de los últimos años, no le habían dejado el expediente para muchas alegrías. Pero Empresariales, lejos de ser una salida, se convirtió en un callejón ciego. Llegaron los años del nihilismo para Rafael Martínez, de preguntarse qué coño pinto yo en Empresas si detesto todo lo que representa y no me creo nada de sus cálculos y sus teorías…cuando veía a sus compañeros tomando apuntes como posesos, devanándose los sesos con Keynes o con Adam Smith, se descubría  a si mismo pensando que el neoliberalismo le daba náuseas y que jamás podría estudiar algo en lo que no sólo no creía, sino que le daba risa.
Empezó a pasar hasta de las juergas y a quemar las horas muertas tirado en la cama, raspando su bajo o simplemente mirando al techo. Llegados a este punto, sus padres ya no estaban sólo alarmados, estaban aterrados. Rafa acumulaba un suspenso tras otro, ya ni siquiera salía con chicas o con sus amigos y parecía vivir en un universo paralelo, aislado del mundo y de todo lo que representaba. Así fue como Rafa, el chico estudioso y responsable, Rafa, el virtuoso del baloncesto y el bajo, Rafa, el de los dedos prodigiosos de artista, Rafa, el adulto prematuro con aquella seriedad suya tan respetable, se convirtió en la angustia de unos padres que no comprendían que el aparente pasotismo de su hijo no era tal, sino que respondía a una ebullición continua y torturadora de su mente, que, a diferencia de su cuerpo, no conocía el descanso ni las treguas. Y se culpaban, se martirizaban, se preocupaban sinceramente por su hijo no sé qué vamos a hacer con este chico María, no le veo futuro ni salida…
Durante muchos años, para Rafael Martínez la salvación se llamó Isabel Santiso. La salvación tenía un tipazo y una cara preciosa, era alegre y extrovertida, y sobre todo, amó a Rafa desde el principio. El principio fue una noche de Sábado en la Ciudad Vieja. Rafa llevaba ya muchas copas encima, tantas, que estaba pensando en volver a casa, cuando Beltrán apareció con ella y dos chicas más. Rafa no le hubiera dedicado más de dos minutos de su tiempo, como hacía con todas las que le presentaban, pero ella era tenaz y locuaz y parecía no advertir, o simplemente pasarse por el forro, todos sus gestos de impaciencia y sus bostezos.
Isabel era una chica sencilla, amable. Además era muy guapa. No muy alta, pero con unas facciones intachables, nariz pequeña y recta, labios carnosos, ojos verdes y un pelo rubio tan rubio que parecía blanco, rizado y vuelto a rizar sobre si mismo hasta el infinito, una maraña bella y luminosa. Además, contrastando mucho Rafa, era divertida y despreocupada, hasta superficial en ocasiones. Acababa de terminar Graduado Social y no le daba más vueltas a la vida que el deseo de colocarse en una gestoría y seguir saliendo y  divirtiéndose con sus amigos. Empezó a quedar con ella sin expectativas, sólo por echar un polvo y ver que pasaba. Además, estaba encantado con eso de ser la envidia de sus colegas y tener por fin una medalla que enseñar a sus padres. Era fácil. Isa se metía en el bolsillo a todo el mundo. Tenía una conversación amena y siempre se convertía en el centro de todas las reuniones. Desde el principio fue en un bálsamo para el alma de Rafa, que ya no podía con tanta desazón y desencanto. Pasaron los meses y comprendió que difícilmente podría prescindir de su frescura, de su visión práctica de las cosas, del punto de cordura y realidad que le equilibraba. Y sobre todo, no podría prescindir de su adoración. Porque Isabel, más que quererle, le adoraba. Escuchaba atenta y embelesada todo lo que él decía, como si fuera su oráculo, le admiraba hasta la devoción y ni se le pasaba por la cabeza cuestionar o tan siquiera matizar nada de lo que él decía. Le habría seguido hasta el mismísimo infierno si él se lo pidiera. Esa mujer era su alimento. Enseguida comprendió que deseaba contagiarse de su energía y sintió la necesidad de tenerla cerca cada momento, como un talismán. No tardaron ni dos años en irse a vivir juntos. El tiempo que a él le llevó ponerse a estudiar como un loco y sacarse la oposición de Justicia, que no era lo que deseaba, pero era algo, un arma, una forma de tener a esa chica en su cama cada noche y poder sentir el calor de su admiración y su deseo cada segundo. Sus padres no daban crédito a los beneficios que esa joven providencial había traído a sus vidas, así que se esmeraban en mimarla y tratarla como a una hija. Durante muchos años, la vida fue sencilla. Trabajaban durante la semana, salían con sus amigos y se divertían los fines de semana. Incluso se casaron. Nada formal, una ceremonia de quince minutos en el juzgado. Pero Rafa no pudo dejar de pensar en la suerte que tenía y en lo preciosa que estaba su mujer, con sencillo vestido blanco y margaritas en el pelo.
Pero el nihilismo y la lucidez, tantos años ignorados, mantenidos a raya en el fondo de su alma, volvieron a aparecer. Cuándo ella le manifestó su deseo de tener un hijo, él le contestó que realmente él no quería tener hijos. Para qué, para qué más prole que alimente la maquinaria. Ella no le creyó…algo un poco definitivo como para no comunicárselo a tu pareja antes de casarte, no te parece?... No mentía cuando le dijo que no había intención, que simplemente no había salido el tema…bueno Rafa, es que eso de no salir el tema…no sé me siento un poco estafada la verdad… Pero pensó que se le pasaría, que acabaría aceptando su idea, como siempre. Con Isa todo era cuestión de argumentar, de razonar, siempre acababa comprendiendo su punto de vista. Pero los meses pasaban y ella seguía en sus trece Rafa es que yo siento la necesidad de tener un hijo de los dos…y él …que no mujer, piénsalo bien, los niños atan mucho, dan mucho curro, tenemos un piso muy pequeño…Ella no insistió más, pero se fue alejando. La angustia empezó a envilecerla. Utilizaba el sexo como mercancía. Si él se portaba bien, era cariñoso, y llevaban ya muchos días de abstinencia, transigía. Si quería castigarlo por su indeferencia, se daba la vuelta. Rencores, vacíos, palabras no dichas que se van acumulando. Cada vez compartían menos cosas y la adoración perpetua de ella fue dejando paso a una distancia cómplice pero no comprometida, desligada, desganada, como por cumplir hasta el final y punto… ¿sabes cómo me llamaban mis amigas? “Rafa Dice”, fíjate qué patético…me lo ha confesado Paula, me ha dicho hija menos mal que espabilas porque ya estábamos cansadas de tanto “Rafa dice, Rafa dice”
Así que al final, el miedo a perderla le hizo ceder, conceder. Descubrió tarde que para Isa, él se había caído del pedestal de forma definitiva e irremediable, que la admiración sin fisuras y la adoración eterna, fuentes de las que él extraía la energía y los motivos para vivir cómodamente, se habían roto sin remedio. Y lo peor, que él era el culpable. Porque Rafael Martínez había sido egoísta. Muy egoísta. Se había pasado años instalado en la tibieza y los pliegues cálidos de la generosidad de su mujer, sin preguntarse jamás qué era lo que ella quería, lo que ella necesitaba. La había abandonado a su suerte y la había dejado sola muchas veces, aún estando sentado a su lado en el sofá. Los meses del embarazo fueron un espejismo, un oasis en medio de la desidia del antes y el después. Isa estaba abducida por el bebé y no pensaba en nada más. Él sí. Él pensaba que no sabía de qué manera iba a asumir su no deseada paternidad. Qué como se conjugaba otro cansancio unido al sempiterno cansancio vital, cansancio de todo, que volvía a abrumarle y aplastarle como antaño, mostrándole un futuro tan vacío y negro como el fondo de su alma.
Clara nació a principios de Septiembre y la quiso sin esfuerzo casi desde el primer momento.
Rafael Martínez se convirtió en un padre solícito y compañero. Compañero de Clara. Con Isa las distancias y las brechas de antes, lejos de desaparecer, se hacían más y más profundas. La convivencia se convirtió en un juego perverso. Su incapacidad para estar con ella a las malas, después de haberse beneficiado de su fuerza tanto tiempo, de dejar que fuera ella la que defendiera el baluarte cotidiano de la alegría, del ánimo, de las relaciones con los amigos y la familia, de dejarla bregar sola con el día a día, sin preguntarse jamás si en algún momento no necesitaría ella que alguien tomase las riendas siquiera por unos días, unas horas, le hacía sentirse mezquino y egoísta. Y lo era. Porque aún desde la conciencia de su mezquindad no movía un dedo para invertir la situación. Simplemente no le salía. La evidencia dura y amarga del fracaso. Con el embarazo había ganado mucho peso, su cuerpo se había ensanchado, había perdido la frescura y la alegría. Se tomó la maternidad tan en serio que un rictus perpetuo de preocupación se grabó en su frente. Rafa, incapaz de buscar un remedio, simplemente se dejaba llevar. Ya no deseaba a su mujer, esa era la verdad. Le conmovían los denodados esfuerzos de ella por adelgazar, por gustarse y gustarle de nuevo. Isa empezó a correr. Corría detrás del peso perfecto, del piso perfecto, de más ropa, más muebles,  más cosas, más tarjetas de crédito, más y más medicinas que la curaran de su insatisfacción eterna, extenuante, más y más, corría y corría, y nunca llegaba, porque en realidad lo único que la consolaba era seguir corriendo. Era una carrera demencial y suicida, en la que a cada trecho se destrozaba más a sí misma y a él. Lo que Isa había perdido era a su ídolo, la admiración ciega por su marido, el oráculo que siempre le daría la respuesta correcta. Por muy lejos que corriese, la soledad y la comprensión de que en el fondo, estaba sola, era más veloz, y la estaba esperando, cruel y resabiada, en cada efímera meta que alcanzaba. Ella esperaba encontrarle a él, recuperar la fe en Rafa.  Pero él no sabía seguirla y lo peor, realmente ya no quería hacerlo.
Rafael Martínez nunca fue tan compañero de su mujer como en los últimos tiempos, los de asimilación y ruptura. Simplemente un día empezaron a hablar, cosa que hacía mucho que no hacían, a ser sinceros Rafa yo sé con una certeza que me desgarra, que no puedo hacerte feliz ya, sabes que te di mi corazón en las manos, que te adoraba…Él se sentía roto por dentro, pero entendía y estaba de acuerdo Isa, sea lo que sea lo que buscas, está claro que yo no te lo puedo dar, pero creo que aún no sabes lo que quieres y que te estás convirtiendo en tu peor enemiga... En una cosa estaban de acuerdo… tenemos una hija que es una pasada por favor Rafa no la echemos a perder…no claro que no cielo, en esto sí que vamos a ir de la mano, eh?... Así que por ella, por Clara, protagonizaron la ruptura más dilatada en el tiempo y más civilizada que haya existido jamás.
Pero no fue un consuelo, porque sin ella, sin su compañera, Rafael Martínez, que era un hombre de pocas palabras, se sintió aliviado, pero también confundido y triste. Y solo. Sobre todo solo.
No obstante decidió seguir adelante. Levantarse cada día para ir a trabajar, cuidar de su hija, volver de vez en cuando a su música. Ser el mejor amigo de su ex mujer y alegrarse por ella cuando por fin, vio que conseguía aflojar el ritmo de su frenética carrera hacia ninguna parte, que se permitía a si misma dormir en paz alguna noche. Aprendió a disfrutar de las cosas sencillas y se lo agradeció, porque eso, a fin de cuentas, lo había aprendido de ella.
 No pensaba en el futuro y no esperaba grandes emociones de la vida, cuándo un día, camino del trabajo, al doblar una esquina, vio por primera vez el cuerpo color avellana de Esther Fernández Navarro, doblado por el esfuerzo de alzar una verja. Y sintió como el suelo temblaba bajo sus pies.

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